En el documental Comprar, tirar, comprar de la realizadora alemana Cosima Dannoritzer -muy popular en los debates de internet- se investigan los orígenes de la obsolescencia programada haciendo un recorrido por el siglo XX.

Se cuenta que la bombilla fue la primera víctima de esta técnica. En 1881 Thomas Edison desarrolla una bombilla que tenía 1.500 horas de vida útil. Años después, en 1924, el trabajo de investigación de los científicos prolongó su tiempo de uso hasta las 2.500 horas. Un año después se constituyó el conocido como "comité de las 1.000 horas", un cartel de fabricantes de bombillas que pretendría controlar la producción mundial de esta mercancía. El comité fijó la duración máxima de estos objetos en 1.000 horas para asegurarse una demanda alta de por vida. Los fabricantes que se desviaban de los objetivos marcados eran multados. Este es el primer ejemplo que se conoce de obsolescencia programa aplicada a gran escala.

El concepto aparece por primera vez en una obra de Bernard London, un comerciante norteamericano que propuso esta técnica para salvar las dificultades de la Gran Depresión de los años treinta incentivando el consumo. La idea pasó inadvertida entonces pero resurgió de nuevo en los años cincuenta, cuando se sientan las bases de la sociedad de consumo actual. En esta época la industria deja de pensar en las necesidades reales de los usuarios para comenzar a jugar con la estrategia de la seducción para incitar al cliente a comprar. La publicidad y la obsolescencia programada se unen entonces en la creación de la cultura del consumo masivo.

La "obsolescencia programada" es un hecho. Hasta en Google puede verse nítidamente la imagen de un chip instalado en una impresora, que se ha diseñado con el único fin de registrar el número de impresiones y enviar una señal de error al usuario al llegar a un número determinado.

Sin embargo, en Galicia no se registran un número muy elevado de demandas por este tipo de fallos premeditados. Así lo asegura la presidenta de la Unión de Consumidores de Galicia, Ana Olveira: "No hay un gran número de reclamaciones porque no tienen fundamento legal y la mayoría de consumidores ni se lo plantean".

En efecto, la Ley de garantías deja a los usuarios de toda clase de útiles con las manos atadas después de los dos años que legalmente el fabricante tiene que asumir la reparación del producto. "Dependerá del momento en el que se produzca el fallo. Pero las marcas solo tienen que cumplir la garantía de dos años en los que, por ejemplo, en un móvil tiene que cubrir todo el aparato", explica Ana Olveira. No obstante, una vez que pasan seis meses desde que se compra el producto es el consumidor el que debe demostrar que el objeto tiene un defecto de origen.

Aunque a partir de los dos años no tenemos herramientas legales para reclamar que se solucionen los problemas, se abre otra vía. "Nunca se nos planteó que alguien denunciase a la compañía por programar que se estropee a los dos años un electrodoméstico; es decir, por la 'mala fe' en la fabricación", comenta la responsable de la asociación de consumidores gallegos. De hecho, diseñar el tiempo justo al que se estropearán los aparatos no debería ser la motivación de un fabricante.

"En algún momento se "vendió" la durabilidad del producto, como ocurrió en los años ochenta con las lavadoras, por ejemplo", recuerda esta experta, que cree que con la crisis económica se vuelve a este tipo de promoción.

La única arma que tiene el consumidor para luchar contra la obsolescencia programada son las reclamaciones. Y la telefonía móvil es el sector que levanta más quejas. En unos siete años las consultas y reclamaciones centradas en la telefonía móvil han crecido en un 250%, aunque mayoritariamente las quejas se centran en los servicios. Pocas en Galicia abordan la poca durabilidad de los terminales, el funcionamiento incorrecto del aparato, la aparición de humedad en los móviles y los fallos tempranos en las baterías.