El superior general de la Compañía de Jesús, el palentino Adolfo Nicolás (nacido en 1936), acaba de recorrer algunas regiones españolas (Valladolid, Galicia, Asturias, Madrid), y en reuniones privadas con sus "suppósitos" el prepósito les ha hablado de que percibe un tono general de sosiego y de buena marcha en la orden fundada por San Ignacio de Loyola en 1540.

Atrás quedan los tiempos en que los expedientes contra jesuitas -casi siempre impulsados por obispos locales- afluyeran como un torrente a la vaticana Congregación para la Doctrina de la Fe. Esto tiene la contrapartida de que el nivel teológico de lo publicado por miembros de la Compañía se haya vuelto menos audaz e innovador, aunque todavía queda vigor en las cabezas, por ejemplo, en la del teólogo González Faus, que acaba de publicar un interesante librito: "Herejías del catolicismo actual".

Tal vez por ese asentamiento tras años de conflicto con la Santa Sede, el general Adolfo Nicolás le hizo al Papa Bergoglio el ofrecimiento de las fuerzas intelectuales de la Compañía para acompañarle en sus labores como Pontífice. Cuentan que cuando Nicolás ofreció al Papa todos sus recursos, Francisco, en tono bromista, le preguntó si eso también incluía dinero, a lo que el general replicó, también con ironía, que en ese caso tanto la Iglesia como la Compañía podrían ir a la quiebra.

Por otra parte, los jesuitas incluso llevan con serenidad la cuestión del número de miembros, que es el flanco por el que la conservación siempre ataca a la Compañía repitiendo una cifra que, desde luego, no es alentadora: 36.000 jesuitas hacia 1965 y 17.300 en la actualidad, pero con la agravante de que la pirámide de edad, principalmente en Europa, se halla gravemente invertida, lo que supone que el descenso se prolongará durante varios años por efecto de los decesos.

La serenidad de la Compañía en este punto reside en que no negará la realidad y se adaptará a las circunstancias. De hecho, la flexibilidad y la capacidad de adaptación son intrínsecas a la Compañía y constituyen la profunda huella dejada por su fundador, como se ratifica en una importante biografía que acaba de ver la luz: "Ignacio de Loyola", del historiador Enrique García Hernán, doctor por la Complutense y la Gregoriana de Roma e investigador científico del CSIC. El libro (Taurus, 580 páginas) forma parte de la serie "Españoles eminentes", auspiciada por la Fundación Juan March.

La obra de García Hernán ofrece un torrente de datos históricos apabullante, pero necesario para comprender cómo Ignacio transita por el siglo más agitado, tal vez, de la historia de la Iglesia (Reforma, Contrarreforma, Trento, Erasmismo, Iluminismo, nuevas espiritualidades, imprenta, Guerra de los Treinta Años, Inquisición, etcétera). Desde la primera línea, García Hernán reconoce la existencia de la "biografía oficial" de San Ignacio, la difundida por la Compañía: una vida modélica, ejemplar, paradigmática. No es ése el camino de Hernán, que, por ejemplo, relata cómo "los últimos años de Ignacio dan pena", o cómo le torturó la ocena, o rinitis crónica, dolencia que los biógrafos solemnes apenas mencionan ni detallan.

Ya se ha criticado el libro del que hablamos por no responder a un esquema hagiográfico, de vida de santos. Afortunadamente es cierto: no hay dulcificación ni espiritualismos equivocados. Y, sin embargo, de la vida "real" de Ignacio -aquella hasta la que puede llegar la labor del historiador- permite sacar conclusiones interesantísimas.

Hernán propone varias. Ignacio posee gran capacidad de introspección y una "experiencia de vida racionalizada". Es un gran analítico de sí mismo y de sus circunstancias. Su perfil es el de "mediador: flexible, inteligente, paciente, creativo, con sentido del humor, comunicador y transmisor de serenidad". Siempre diseña "una segunda opción al preguntarse qué pasaría si...". En un momento dado "trató de negociar con Dios sobre su propia vida y cabalmente se preguntó quién soy yo y quién es Dios, es decir, entendió el elemento básico de toda negociación, que es conocer bien las partes".

En síntesis, dice el autor, "gracias a su experiencia vital supo poner una vía media en el combate dialéctico entre los dos extremos que se daban en todos los ámbitos: teológico (gracia-libertad), dogmático (ciencia-Biblia), político (rey-comunidad), antropológico (alma-cuerpo), espiritual (contemplación-acción), disciplina eclesiástica (oración mental-oración vocal), etcétera". San Ignacio incluso logró "seguir siendo alumbrado y erasmista a la vez que romano y jerárquico". Tal vez sólo así se podía sobrevivir al siglo XVI, y quizá siga sucediendo lo mismo en el XXI.