Una pancarta inmensa, la más grande de las abrazadas por la columnata de la plaza de San Pedro, ondeó durante la misa de inicio de pontificado del Papa Francisco. Rezaba "Comunión y Liberación" (CyL), entidad fundada en 1954 por Luigi Giussani y uno de los "nuevos movimientos" alentados por Juan Pablo II y especialmente bendecidos en 1998, durante el Congreso Internacional de los Movimientos Eclesiales. Fueron 56 los grupos convocados, pero siete de ellos, los más extensos y significativos, recibieron especial tratamiento en la persona del fundador: Kiko Argüello y el Camino Neocatecumenal; Chiara Lubich y los Focolares; Patti Mansfield y la Renovación Carismática; Marcial Maciel (el malogrado) y Regnum Christi; Andrea Riccardi y la Comunidad de San Egidio; Joaquín Allende y el Movimiento de Schoenstatt, y el citado Giussani. Los siete grandes -a los que también se podría sumar el Opus Dei de San Josemaría Escrivá, aunque es muy anterior y su situación canónica es otra-, no son fácilmente agrupables bajo las mismas características, pero unos u otros comparten ciertas notas: nacieron de un líder carismático, poseen abundantes seguidores laicos y jóvenes (aunque con un creciente número de sacerdotes -clericalización, dicen algunos-), y tienen una orientación más espiritual que social. Unos poseen corte mas intelectual (CyL), otros de clase media o alta (Opus o Regnum), otros son más populares (Neocatecumenales). Y unos son más discretos y otros más visibles en un punto clave: su lealtad a las estructuras de la Iglesia, a los obispos y a la sede de Pedro, como demostraba la aludida pancarta.

Pero en otro segmento del catolicismo se hayan las ordenes religiosas históricas, a las que un poso de siglos tal vez haya hecho de sus miembros personas de ductilidad contenida y algo desgarrada. A la cabeza de todas ellas ha sido observada con mayor atención la Compañía de Jesús, a la que pertenece el Papa Francisco y a la que obedeció con dificultades hasta ser nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires (1992). Se atribuye al anterior superior general de los jesuitas, Peter Hans Kolvenbach -de humor fino y desgarrado- la frase "la Compañía es una monarquía absoluta mitigada por una moderada desobediencia". Ahora, un Papa particularmente jesuita la observa, como viene sucediendo desde Pablo VI, que encomendó en 1965 a los jesuitas -ya con Pedro Arrupe al frente-, la "lucha contra el ateísmo". Lo hizo en virtud del jesuítico cuarto voto de obediencia al Papa, un voto que, no obstante, no es omnímodo, pues se circunscribe a la fórmula "circa misiones", es decir, obedecer a las encomiendas que les presente la Santa Sede.

A la vez que les daba esta misión, Montini observaba detenidamente las reformas que adoptaba la Compañía, al ser consciente el Papa de que serían la avanzadilla para toda la vida religiosa. Dichas reformas causaron rechazo en miembros de la orden, de modo que un grupo de jesuitas españoles -se hacían llamar la Vera Compañía, la verdadera-, solicitó al Papa escindirse en una orden absolutamente fiel a lo prescrito por San Ignacio. Arrupe logró convencer a Montini de que no lo tolerase, pero la campanada había sido fuerte. Arrupe reconoció que "nuestra situación actual es ardua y compleja, pero la Compañía sólo tiene una opción verdadera: acelerar su adaptación a las necesidades apostólicas del mundo actual, en servicio a la Iglesia, según los criterios de Cristo y de acuerdo con las normas propuestas por el Concilio Vaticano II y los signos de los tiempos".

Cuando la Compañía se reúne en 1975 en su 32.ª Congregación General adopta una fórmula -Fe y Justicia son inseparables-, que preocupa a Pablo VI. El Papa puntualiza dicha idea advirtiendo a los Jesuitas que no debían "exaltar más de lo justo la promoción del hombre y su progreso social", y que "la Compañía fue fundada con una finalidad espiritual y sobrenatural". Y por lo que ya no pasó Montini fue que la Compañía se plantease igualar sus grados internos, extendiendo a todos los miembros el cuarto voto de obediencia al Papa. "No podemos permitir que sufra la menor quiebra este punto, que constituye uno de los fundamentos de la Compañía de Jesús". La Iglesia, profundamente jerárquica, no quería que su principal orden religiosa desmontase sus jerarquías internas. El sucesor de Pablo VI, Juan Pablo I retomó la observación minuciosa de los hijos de San Ignacio. Pese a su corto pontificado y a su sonrisa, redactó una dura nota que su fallecimiento impidió remitir, pero que Juan Pablo II, recién elevado a la cátedra de Pedro, les hizo llegar al tiempo que les comunicaba: "Deseo deciros que habéis sido motivo de preocupación para mis predecesores, y que lo sois para el Papa que os habla". La alarma vaticana siguió creciendo, pues Arrupe y sus más estrechos colaboradores estaban convencidos de que sus reformas y decisiones eran el único camino posible. Sin embargo, Arrupe llegó a presentar en 1980 su renuncia al Papa, que la rechazó. El punto crítico se produjo cuando en 1981 el gobierno regular de la Compañía quedaba suspendido por orden del Papa. Hasta 1983 no se restableció el orden natural de la orden, con la elección como general de Kolvenbach, hombre de la línea de Arrupe. No obstante, la tensión se fue suavizando con los años, pero la evangelización de Juan Pablo II ya tenía otro diseño, con los nuevos movimientos al frente y con las órdenes y congregaciones religiosas en segundo plano. Al Papa Francisco, jesuita particular, le corresponde confirmar el diseño o impulsar a los religiosos, como ya trató de insinuar Benedicto XVI.