Pues frío, hacía frío cuando llegamos al Vaticano. Por miedo a quedarnos atascados en el tráfico, a las 7.00 de la mañana estábamos en nuestros lugares, y, ni que decir tiene que la plaza se veía casi repleta, si bien el inicio de la ceremonia sería a las 9.30. El sol, poco a poco fue regalando calor y cuando el Santo Padre Francisco salió en su jeep y pasó entre la multitud de personas allí congregadas, ya se sentía un cierto bienestar.

Circulaba descubierto entre los fieles cuando, ni corto ni perezoso saltó del automóvil para acercarse a besar a un enfermo que estaba al otro lado de la valla. Con la misma destreza, subió nuevamente al papamóvil. La agilidad y dinamismo que demuestra con cada uno de sus actos hacen que nos olvidemos de su edad y la plaza, enloquecida, aplaude sin descanso.

Las delegaciones de los diferentes países ocupan el atrio de la Basílica de San Pedro. La española, encabezada por los príncipes de Asturias está integrada por Rajoy, su esposa y el Ministro de Asuntos Exteriores. Pero veo también, en otro lugar de la plaza a Fernández Díaz, Sanz Portoles, Senillosa, Perez Renovales y algunos otros que presumo sean parte del protocolo de Casa Real y de la Presidencia.

Se trata de un servicio petrino, por tanto, comienza la ceremonia en la tumba de San Pedro, para terminar en el lugar de su martirio, y al inicio acompañan al Santo Padre los diez patriarcas arzobispos de las principales iglesias católicas orientales, como para recordarnos que hay dos ritos, oriental y latino, y que ambos forman la iglesia universal.

Ya en la plaza, el Cardenal Sodano entrega al Pontífice el anillo del pescador que, a petición suya, no será de oro y que pertenecía a Monseñor Macchi, que fuera secretario de Pablo VI. No es un Papa Francisco al que interesen demasiado los símbolos externos, indispensables en todo caso para la continuidad de la Iglesia, y que tanto ha utilizado Papa Ratzinger. Tal vez ahora sea el momento de dar más fuerza a la sustancia, al contenido del evangelio, y hacerlo, como este Papa, en un idioma comprensible para todos, simple y a la vez concreto.

Y en ese idioma pide el Papa a quienes ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social que sean "custodios" de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza y que no dejen que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo. Y el aplauso de nuevo retumba en el aire.

Si bien está rodeado por los potentes de la tierra, Francisco se dirige al pueblo cuando explica que el Papa, para ejercer el poder, debe poner sus ojos en el servicio humilde y abrir los brazos para custodiar y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños, porque sólo el que sirve con amor sabe custodiar.

Uno de los últimos lugares en el mundo donde todavía existen ascensoristas es la Ciudad del Vaticano y uno de estos, a servicio en los apartamentos del Santo Padre, me dice: "Habla con el corazón. Él se preocupa de verdad por los más pequeños. Ayer salió del apartamento, me vio al otro lado del pasillo y cambió de dirección para venir a saludarme y preguntarme cómo estaba. De paso, me regaló una medalla. Aquí lo queremos mucho".

A mi lado, un muchacho que vivió la Jornada Mundial de la Juventud en Sidney junto a Benedicto XVI, comenta que al recibir la noticia de su renuncia se sintió "como una madre cuando el hijo le dice que va a estudiar a otro país: feliz porque lo hace por su propio bien, pero triste porque no podrá estar a su lado cada día". Ahora, me dice, "escuchando a Papa Francisco, que lo menciona y recuerda en su discurso, ya no me siento tan triste".

Pues, por fin, parece que en algo todos estamos de acuerdo: que a este Papa, que tuvo la valentía de llamarse Francisco, que viene del fin del mundo, que nos hace olvidarnos de la crisis y nos habla de esperanza, de perdón, de humildad y de ternura, aquí? lo queremos mucho y ya estamos menos tristes.