Como decía Atticus Finch, el admirable héroe abogado de la novela y película "Matar a un ruiseñor", "nadie conoce bien a otra persona si antes no se ha metido en sus zapatos". Los zapatos en los que se ha metido el recién elegido Papa Francisco, el argentino y jesuita Jorge Mario Bergoglio, han sido los suyos propios, los que traía de su casa, unos zapatos negros con apariencia de tener suela de goma y no de suave tafilete bruñido y lustroso (no obstante, tienen aspecto de nuevos, ya que al parecer fueron regalo de unos amigos cuando vieron lo desgastado de sus viejos zapatos días antes de que partiera de Buenos Aires al Cónclave).

Hay quien minimiza los detalles mínimos, pero en un lugar como el Vaticano, donde los usos, los ritos y las liturgias tienen un fuerte sentido teatral (en sentido más noble de la palabra), y de puesta sacra en escena, los zapatos del Papa tienen su importancia, aun cuando un Pontífice no ha de ser juzgado exclusivamente por ellos.

A Juan Pablo II le ofrecieron calzar los propios zapatos rojos del atuendo papal, pero prefirió usar sus acostumbrados mocasines polacos y marrones, aunque en ocasiones utilizó los encarnados. En cambio, Benedicto XVI los usó desde el primer momento y durante todo su pontificado. ¿Quién de los dos actuó mejor? Caben dos perspectivas interpretativas: el Papa Wojtyla no les otorgó un valor simbólico especial, aun cuando se dice que el rojo calzado del Papa recuerda la sangre y el sacrifico, al igual que el atuendo de los cardenales, porque se espera que estén dispuestos a dar "hasta la última gota de sangre" si fuera preciso.

Sin embargo, el Papa Ratzinger era notoriamente más sensible a los simbolismos y a los signos de la Iglesia. En la raíz de sus convicciones estaba su firme creencia en la solemnidad de las liturgias católicas, como acto de adoración y reverencia a Dios, y de ahí que autorizase con mayor holgura la celebración de la misa de San Pío V, la tridentina, mucho más cargada de elementos simbólicos que la misa reformada del Concilio Vaticano II, más sobria.

Esta devoción por la liturgia solemne se tradujo en que del histórico ropero pontificio salieran las mitras más repujadas, las casullas mas espectaculares y también las vestimentas clásicas de los papas, como los sombreros -el de teja rojo o el camauro-, que acostumbraba a ponerse Benedicto XVI.

Sin embargo, los primeros movimientos del Papa Francisco apuntan a una revolución en el ropero papal y a un uso de vestimentas más sencillas y sobrias, así como a un arrinconamiento de lo ostentoso y lujoso. Varios datos concomitantes lo corroboran por el momento. Uno, los planos televisivos que muestran cierta expresión de estupor en Guido Marini, el maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias, el hombre que pronunció el "extra omnes" en el Cónclave y que administra las sacristías del Papa y todos los ornamentos y vestiduras. Dos, el hecho de que los cardenales no lucieran ayer ostentosos pectorales de oro, o dorados, sino similares al del propio Francisco, de plata o de acero. Tres, que los ceremonieros que han acompañado al Papa en su misa con los cardenales en la Capilla Sixtina no utilizaran los roquetes y las albas de puntillas, ese tejido esmeradamente repujado en hilo que en la Iglesia introdujeron con gran éxito los pañeros y los hiladores de los Países Bajos desde el siglo XVI en adelante. Cuatro, la indumentaria del propio Francisco, la más simple que pueda usar un Papa, por ejemplo, sin la muceta roja, y menos con forro de armiño. Pudiera ser que Francisco utilice sus propios zapatos negros temporalmente y algún día calzase los rojos, pero ello no restaría validez a estas primeras notas de un Papa que o bien ahorma al ropero pontificio o bien acaba siendo ahormado por este.