Hace 99 años, en 1914, Benedicto XV (para el mundo, Giacomo Della Ghiesa) fue elegido papa en un cónclave al que asistieron 57 cardenales, de los que 30 eran italianos. Tal mayoría absoluta ya se había dado once años antes en la elección de Pio X (Giusepe Sarto) y se repetiría en 1922 y en 1939 con Pío XI (Achile Rati) y Pío XII (Eugenio Pacelli). No fue hasta 1958, cuando Angelo Roncalli se transformó en Juan XXIII, que los italianos se convirtieron en minoría, pero aún así, tal fue la nacionalidad de aquel pontífice y de los dos siguientes: Giovanni Battista Montini (Pablo VI) y Albino Luciani (Juan Pablo I). Además, los nombramientos de Montini provocaron que los cardenales europeos y no europeos igualaran fuerzas, algo insólito y sin embargo natural, e incluso insuficiente. Karol Wojtila fue el primer papa no italiano del siglo, y Joseph Ratzinger el segundo, pero ambos eran europeos. Ha sido necesario espera hasta ahora para que la tiara recayera en un pastor del continente que más fieles aporta al censo católico. Y ha ocurrido cuando las apuestas se dividían entre un papable italiano y uno brasileño que mantendría en su sitio a la nomenclatura principalmente italiana del Vaticano. Los cardenales han decido que ni el uno ni el otro. y la calle del medio por la que han optado es la de un cardenal jesuita que se desplazaba en metro y autobús por Buenos Aires y se hacía su propia comida. Las primeras reacciones del católico rezuman esperanza de cambio. Se espera alguien que haga honor al santo de su nombre electivo y apunte a una Iglesia pobre preocupada por los pobres. Alguien a la vez sencillo y exigente, con la preparación y el rigor intelectual que se espera de un jesuita y con una visión no contaminada por los oropeles de la santa sede. Alguien con la energía y la exigencia moral necesarios para barrer los palacios sin contemplaciones, que preste oídos sordos a las voces partidarias de tapar los escándalos para no perjudicar la imagen de la institución. El mundo actual, tan lleno de transparencias, se ha vuelto muy exigente en materia de coherencia y ejemplaridad, y poca credibilidad pastoral tendrá una confesión que protege a sus pederastas, enturbia sus finanzas y practica el maquiavelismo en una corte principesca que contradice la primera bienaventuranza. Para corregir estos vicios, Bergoglio apunta maneras. Otra cosa van a ser las esperanzas de quienes querrían una jerarquía distinta en materias de doctrina moral y asimilación a los cambios sociales, desde la igualación del papel de la mujer hasta el debilitamiento del vínculo, tantos siglos indiscutido, entre sexo, matrimonio y reproducción. Por ahí, los antecedentes del papa Francisco invitan a pensar en una defensa cerrada de las posturas tradicionales. Al fin y al cabo, un pontífice puede estar a favor de los pobres y en contra de las revoluciones. Es incluso lo más normal.