Puntuales, ante una sala llena hasta la bandera, el trío Yo La Tengo apareció discretamente en el escenario, se sentó y comenzó un concierto deslumbrante de casi tres horas. Primero desgranaron con actitud reconcentrada y serena su repertorio más bucólico, un cancionero que se balancea entre la psicodelia pastoral y el folk. Casi soto voce, como nanas cantadas en susurro. La audiencia atendía, silenciosa, expectante, y se rendía a la perfección del trío, al empaste maravilloso de sus voces, a su maestría como instrumentistas (el cambio constante de instrumentos entre los tres fue de traca).

Pero la gente venía a ver a los míticos rockeros, aunque ellos iban a lo suyo, desafiando expectativas, haciendo las cosas a su manera antes que a petición de sus fans. "¡Rock and roll!", espetó alguien. Pero ni caso, Yo La Tengo estaban tersos. Entonces el líder, Ira Kaplan, comentó que habría un descanso, tras esta hora de caricias sonoras. Avanzó: "Alguien ha pedido rock, bien, a la vuelta". Y tras quince minutos, volvió la banda y comenzó el viaje por ese rock que funde melodías diáfanas y guitarras distorsionadas. Ellos llevan haciéndolo casi treinta años y pocos pueden presumir de su dominio de ese rock en llamas.

Fueron capaces de recuperar el tema con el que abrieron la gala en acústico y hacerlo hirientemente eléctrico, pusieron patas arriba a la sala con improvisaciones free, y regalaron clásicos del "indie rock" como "Tom Courtenay".

Quienes no gozaron de la brisa del primer acto, disfrutaron del calambrazo eléctrico del segundo. Y de unos bises simpatiquísimos, con olvidos de letra y risas indisimuladas desde el escenario.