A David O. Russell le gusta coger con pinzas un género degenerado de tanto usarlo e intentar darle la vuelta como una tortilla. El problema es que lo hace sin romper los huevos y el resultado, aunque resultón en apariencia y con zonas sabrosas, tiene cáscara por todas partes. Lo hizo con el bélico en Tres reyes, repitió con el melodrama pugilístico en The fighter, se puso existencialista con Extrañas coincidencias y ahora le da a la comedia romántica con la misma hoja de ruta: mucho ruido y escasas nueces.

Aquí el personaje fuerte es femenino y la vulnerabilidad se la lleva casi toda el macho. No sólo es vulnerable, sino que tiene un punto de locura que lo hace especialmente débil frente a los zapatazos de la vida. Un tipo más bien insoportable que no admite que le den puerta, que lo tenía todo hasta que un día descubrió que todo era una farsa y al llegar a casa se encontró con...

La vida y sus vueltas. Mareantes a veces. Su regreso a la vida normal es cualquier cosa menos corriente: le espera un mundo incomprensible y una familia que, sin llegar a ser extravagante, tiene mucho de pintoresca. Claro, la solución está en el amor, y el amor se resiste por una doble vía: la esposa que le esposó a la desgracia y la aspirante a liberarle para ponerle sus propias esposas. Lo habitual en el género, el chico se enamora de quien no debe y tarda una película entera en abrir los ojos para enamorarse de quien le conviene. Para ese viaje no hacen falta muchas alforjas, y menos si se recurre a un giro final que emparenta la película con Mira quien baila y pone el último clavo a la historia con un martillazo de romanticismo de saldo digno de cualquier película de Sandra Bullock, Meg Ryan, o sus herederas actuales. Sin embargo, la película está un peldaño por encima de aquellas a las que aparentemente intenta torpedear, y lo está más que nada por su reparto. Bradley Cooper y Jennifer Lawrence están más preocupados por interpretar que por salir guapetones (de hecho él pasa mucho tiempo con aire desastrado y una bolsa de basura como sudadera, y ella por momentos parece una prima hermana de Renée Zellweger, en su caso soportable) y los secundarios tienen clase suficiente para sacar brillo a sus escenas. Sobre todo, De Niro, que se deja de numeritos al fin, esquiva los excesos que le atenazan cuando hace comedia y compone un notable personaje de padre desbordado por los acontecimientos. La escena en la que pelea a puñetazos con su hijo y el momento en que llora junto a su cama son, junto a algunos rifirrafes verbales entre la pareja y un inesperado brote de violencia en flashback poco habitual en el género, lo mejor de un título que se ve con la misma facilidad con la que se olvida.

Una escena de "El lado bueno de las cosas".