Poca presentación necesita Christophe Blain para cualquier conocedor del mundo del cómic. El autor de "Isaac el Pirata", "Gus" o (con los guiones de Joan Sfar) "Sócrates el semi-perro" es uno de los grandes nombres de la renovada historieta europea de la última década, aportando una vehemencia gráfica y una frescura que no se riñe con la hondura de sus planteamientos argumentales. Quien merece más introducciones es Abel Lanzac.

Lanzac no es un autor de cómics. Lanzac, de hecho, y literalmente, no existe. Es un seudónimo tras el que se esconde un diplomático en activo (a día de hoy, trabaja en el consulado de Nueva York) y que en su día fue contratado por Dominique de Villepin durante su etapa como ministro de asuntos exteriores francés. ´Lanzac´ fue encargado de redactarle los discursos, tarea en la que conoció (o sufrió, habría que decir) los entresijos de la vida política sin maquillajes. "real politic", que dicen los norteamericanos.

Y precisamente de esa experiencia nos habla "Quai D´Orsay, crónicas diplomáticas" (Norma Editorial), un cómic donde los nombres propios se maquillan (Villepin pasa aquí a llamarse Alexandre Taillard de Vorms, acentuando lo pomposo-aristocrático del ministro). Cuando el joven Arthur Vlamink es llamado a los despachos del ministro (conocido como Quai D´Orsay, su dirección física en París, de ahí el título del álbum) parece que la diosa fortuna le ha sonreído. Es el inicio de una carrera de altura, de grandes cosas. Es el herrero, en la sombra, del principal acero del ministro de Asuntos Exteriores: su verbo. Pero la realidad es que escribir discursos para un alto político será más farragoso de lo que nunca hubiese imaginado Arthur, y hacerlo para una singularidad como monsieur Taillard, más aún. Hombre megalómano, vehemente, directo, carismático, de trato imposible pero fascinante, el político se convierte en el inevitable ojo de un huracán de proporciones gigantescas, uno de los Ministerios más importantes de uno de los países más influyentes en Europa y el mundo.

"Quai D´Orsay" se beneficia, en el retrato, de un testigo directo, y sin duda esto es lo que fascina en primer término de la obra. El día a día en los despachos, las reuniones, las zancadillas, las llamadas a casa a las horas menos imaginables, el deterioro de la relación de pareja (apenas insinuado, pero evidente), el "No" en la cara ante un trabajo que se creía bien hecho, el capricho voluble del político... el político mismo. He aquí la otra gran baza de la obra. Taillard es un ser poderoso y consciente de ello. Pero también irritante, vive en sus propios delirios de grandeza, en sus caprichos de niño grande y con poder (genial su pasión por los rotuladores fluorescentes). Y al tiempo, porque "Quai D´Orsay" no se quiere tan solo una descarnada crítica, resulta un político comprometido con su causa, consciente de su papel internacional, íntegro y convencido de que desde su puesto se puede hacer mucho bien por el mundo. Entre el payaso y el César, a medio camino del héroe y del histrión, el retrato de su figura es complejo, crítico, sin duda (demoledor incluso) pero lo suficientemente exacto para haber recibido las loas del mismísimo Dominique de Villepin. Y gran mérito de todo ello está no solo en el argumento planteado (¿desvelado?) por Abel Lanzac, sino en el magisterio de Blain, un dibujante portentoso que dota de una expresividad corporal a su personaje al alcance de muy pocos compañeros de oficio. Sus trazos sintéticos capturan el ardor ególatra del ministro y lo describen con exactitud. El coloreado exquisito, un diseño de página sublime, y en fin, todas las pericias que Blain maneja con envidiable solvencia, se alían para lograr uno de los retratos más certeros de la vida política en el siglo XXI.