Álvaro Cunqueiro (Mondoñedo, 1911-Vigo, 1981) era más fiel al pasado que al presente. Bebía agua de fuentes con sabor a recuerdo, pero escribía soñando con el futuro. El mismo día en que recibía sepultura en el cementerio viejo de Mondoñedo, 1 de marzo de 1981, el músico Amancio Prada estrenaba en un modesto escenario al aire libre, en la feria del queso de Arzúa, una canción cunqueiriana sacada de los primeros versos de "Cantiga nova que se chama riveira" (1933). Aquel adelanto, sencillo pero emotivo tributo al escritor que acababa de fallecer, formaría parte de un disco grabado semanas después, "A dama e o cabaleiro", selección de poemas procedentes de la citada obra y de otras escritas ya en su madurez: "Dona do corpo delgado" (1950) y "Herba aquí e acolá" (1980). En aquel vinilo se incluía también un tema compuesto años antes por Luis Emilio Batallán, probablemente la versión más popular de una cantiga de Cunqueiro: "No niño novo do vento".

Quinientos años después. Amancio había preparado el disco a medias con don Álvaro, pero cuando llegó a Arzúa para ofrecer el concierto no tenía noticia de su muerte y hubo de improvisar aquel urgente homenaje póstumo en medio de la romería. Parecía, no obstante, un reconocimiento hecho a su medida, entre esos aromas y sonidos de mercado que tanto le gustaban a Cunqueiro. Años atrás, el autor de "As crónicas do sochantre" había anunciado en una entrevista con Pedro Rodríguez en "El Pueblo Gallego" (8 de enero de 1959) cómo le gustaría ser recordado.

"¿La inmortalidad? No. Mi inmortalidad, mi felicidad la cifro en que un día del año 2500 sobre la tierra haya un hombre que lea un anónimo titulado ´Merlín´. Y no asomaré el hocico entre las nubes para protestar que no se diga mi nombre… O que dentro de quinientos años, una niña, en una tarde de primavera, cante una canción mía…".

No era una tarde de primavera ni habían pasado cinco siglos, pero el 1 de marzo de 1981, junto a los sentimientos de tristeza, en medio de las necrológicas de los periódicos, una canción de Cunqueiro emprendió el vuelo desde Arzúa y recorrió Galicia. Y así viene sucediendo desde entonces. Así ocurre estos días en Vigo, su residencia durante veinte años, y en donde, según leo, el propio Batallán pone de nuevo voz a Cunqueiro mientras los viandantes recogen en plena calle hojas volanderas con sus poemas traducidos a quince idiomas. Excelente idea.

Todas las iniciativas a favor de la recuperación del gran escritor –autor bilingüe que confesaba no creer en el bilingüismo– son dignas de elogio. Sin embargo, de las contribuciones al aniversario de Cunqueiro realizadas hasta ahora una de las más sobresalientes ha sido la aparición de un magnífico libro: "Viaje a Lugo". Se trata de una selección de textos de Cunqueiro en torno a la ciudad en la que estudió el bachillerato y descubrió el mapa de Fontán, feliz hallazgo adolescente que le permitió tomar conciencia de la existencia de Galicia. La introducción y la escolma se debe a María Xesús Nogueira y ha sido editada por Alvarellos, que ya nos había obsequiado en 2005 con "Viajes y yantares por Galicia".

Las noticias según don Álvaro. Con Lugo o con Ítaca al fondo, con la isla de Ons o con Basora como escenario –no importa el lugar: siempre es Galicia–, el caso, el pretexto es recordar al polifacético Cunqueiro. Desde que Google y los blogueros hicieran saltar por los aires cualquier posible definición de noticia, y miren que se han ensayado intentos desde el dichoso niño que muerde al perro, conviene recurrir a los clásicos. Cunqueiro, que hizo del periodismo un arte por más que renegara a menudo del oficio, solía quejarse –hasta en eso fue premonitorio– del exceso de información que se daba a los lectores de diarios. Él era partidario de dosificar la actualidad, de dejar reposar las novedades como si fueran un guiso. "Las noticias verdaderas –señalaba en 1953– son las que tienen 300 años. De la guerra del Peloponeso tenemos un libro, y ya sabemos como fue. Sin embargo, de la guerra [mundial] del catorce existen pirámides de periódicos, libros y folletos, y todavía no sabemos nada de ella. Las noticias modernas son falsas". Tuvieron que transcurrir no trescientos, pero sí más de cincuenta años para que otro ilustre gallego, el profesor y periodista Ignacio Ramonet ("La tiranía de la comunicación", 1998) dijera algo parecido en los albores de la era de internet, pero con un titular menos poético: "La forma moderna de la censura consiste en superañadir y acumular información".

En eso estamos. He de reconocer la contradicción: buceo todos los días por la red en busca de últimas noticias sobre el gran mindoniense. Es un sinsentido, una adicción que me permite vivir la ilusión de estar al tanto de las salidas a escena de Don Hamlet por media Galicia y de saborear virtualmente los menús cunqueirianos preparados en algunos restaurantes de Mondoñedo, donde, según veo en los papeles electrónicos, organizan rutas turísticas por los rincones relacionados con el autor de "Merlín e familia".

De Cebreiro al metro. Tener constancia de todo eso me proporciona la falsa sensación de mantenerme al corriente, pero rara vez me conmueven los resultados de este seguimiento, convertido ya en deformación profesional. Los sobresaltos emocionales suelen aguardar en sitios inesperados. Me sucedió hace unos días en el metro de Madrid, al descubrir pegada en la esquina del vagón una lámina plastificada con un texto de Cunqueiro. Apenas unas líneas en las que describe su peregrinaje hasta el alto de O Cebreiro, puerta del Camino de Santiago en Lugo. Es el fragmento de una crónica publicada en el FARO DE VIGO el 14 de octubre de 1962. Memorable recorrido en el que a Cunqueiro y al fotógrafo Magar, "con tanta máquina al hombro", les pregunta una vecina si "son os que veñen a amañar a carretera". La aclaración de que no son los de obras públicas sino peregrinos aún causa más desconcierto en la mujer: de los primeros nada se sabe y de los segundos, los caminantes a Compostela, apenas queda rastro: "Fai dous anos que pasóu un… Era un alto, como vosté, dispensando…", aclara la señora a don Álvaro.

Puede que con el propio Cunqueiro, cuya obra ha sido escrutada hasta límites insospechados, nos pase como con las noticias en general: exceso de original, por decirlo en la jerga empleada cuando él dirigía este mismo diario (1965-1970) y había que anunciar que determinada información quedaba para el día siguiente por falta de espacio. Álvaro Cunqueiro, lo apuntábamos antes, tenía un aprecio relativo por la posteridad. Lamentó muchas veces en vida la miopía con que era leída y criticada su obra –los estudios más certeros no llegaron hasta años después de su muerte–, pero eligió la lealtad a sus principios antes que replegarse a las modas. Acertó plenamente y, al margen de aquella imagen folclórica que él mismo cultivó con poco tino en ocasiones; más allá de las leyendas y de los clichés que tuvo que llevar a cuestas –franquista, falto de compromiso, escapista, carallán… y tópicos similares– ahí está su legado: once novelas, seis poemarios, tres libros de semblanzas, deliciosos ensayos culinarios, unas cuantas guías de viaje, un feixe de obras teatrales… y miles de artículos en la prensa. Obra extensa, pero, sobre todo, original, inimitable, fantástica, resistente al paso del tiempo: literatura con mayúscula.

Escuela de cunqueirianos. De estudiar los efectos de esta ingente capacidad creadora, de redescubrirla y reinterpretarla, se han ocupado decenas de cunqueirianos y de cunqueirólogos, con resultados controvertidos en algunos casos, pero útiles casi siempre. La nómina de admiradores y especialistas, encabezada por Francisco Fernández del Riego, es abultada. Hay nombres indiscutibles, algunos ya desaparecidos como don Paco, xente de aquí e de acolá: Xosé Francisco Armesto, Xoán González-Millán, Xesús González Gómez, Manuel Gregorio González, María Liñeira, Basilio Losada, Diego Martínez Torrón, César Antonio Molina, Ana Sofía Pérez Bustamante, Claudio Rodríguez Fer, Rexina Rodríguez Vega, Ana María Spitzmesser, Dolores Vilavedra, Anxo Tarrío, Darío Villanueva…

La lista es larga. Cómo olvidarse de Juan Cueto, ganador del premio González Ruano de periodismo por su artículo "Mondoñedo no existe" ("El País", 27 de febrero de 1982). Cómo no mentar a Xesús Alonso Montero, Carlos Casares, Manuel Forcadela, Xosé Luis Franco Grande, Xosé Luis Méndez Ferrín, Montse Mera, Elena Quiroga. Cómo no recordar al medio centenar de doctores que han dedicado sus tesis al creador de "Las mocedades de Ulises". Desde los pioneros de los años setenta (Giancarlo Ricci, Linda Sandbach) hasta los que se acercaron en los ochenta y los noventa a don Álvaro (César Carlos Morán Fraga, Loïc Faravalo, José Doval, Juan Manuel López Mourelle, Emiliano Bruno…) y los que siguen haciéndolo ahora. Un ejemplo de 2009: "La cultura de los países de habla inglesa en la obra periódica de Álvaro Cunqueiro en el ´Faro de Vigo´ (1961-1981)", defendida por Rubén Jarazo en la Universidad de A Coruña.

Desafíos pendientes. Estos autores, una escuela en la que no faltan disidencias, han permitido que la memoria deformante de Cunqueiro no se perdiera entre los caminos de quita y pon, no se desvaneciera entre las encrucijadas neblinosas de Bretaña, no naufragara frente a las islas griegas, no se confundiera con las divinas palabras de los menciñeiros. Se ha avanzado mucho, pero falta bastante por hacer. Son necesarias estas celebraciones de los aniversarios, pero no deberían ocultar ni impedir desafíos más serios. Entre las deudas y compromisos pendientes figura la reedición crítica de sus obras completas –no es fácil encontrar sus títulos en las librerías– y muy especialmente de sus trabajos periodísticos, parte sustancial de ese gran corpus literario construido a lo largo de medio siglo. Hasta ahora, solo una parte mínima de sus artículos en diarios y revistas, también en la radio, ha sido recogida en una veintena escasa de libros, descatalogados en su mayoría. Don Álvaro se merece bastante más y es preciso que ese esfuerzo investigador y editorial llegue tras los fuegos artificiales de ahora, que lucen, pero son efímeros. Lo mismo cabe decir sobre su biografía, con etapas oscuras aún. Cunqueiro, por decirlo con alusión a unos seres que él conocía bien, no era un ángel, pero tampoco un demonio.

Hace ya treinta años que don Álvaro reposa en el cementerio de Mondoñedo bajo un epitafio tecleado con menos de la mitad de caracteres que requiere Twitter: "Eiquí xaz alguén que coa súa obra fixo que Galicia durase mil primaveras máis". Fue el suyo un sepelio sin sochantre, una despedida sin música sobre la que escribió una entrañable crónica en la revista "Cuadernos del Norte" (número 6, 1981) Francisco Carantoña, entonces director de "El Comercio" de Gijón. Aquel día, los latines litúrgicos fueron sustituidos por los emocionados versos que le dedicó otro paisano y colega, José Díaz Jácome: "Agora, meu amigo, compañeiro, / xa está para sempre en ti / o profundo silenzo que louvaches". Un silencio que se rompe cada día y que tal vez vuelva a quebrarse cuando una niña, en cualquier lugar del mundo, entone una cantiga de Cunqueiro en una tarde de primavera del año 2500:

Amor de auga lixeira, muiñeira.Amor de auga tardeira,ribeira.Amor de agua frolida,cantiga.Amor de agua perdidaña amiga.