Si algún día la banalización publicitaria y pornográfica del erotismo consiguiera dejarlo simplemente en una cuestión de cuerpos convencionalmente hermosos y apetitos inmediatamente satisfechos –algo que no parece descabellado, tal como van las cosas–, siempre quedaría la historia del arte para recordarnos la profunda complejidad de una pulsión en la que muchos han visto el núcleo más profundo del comportamiento humano. Eros y Thánatos, pasión y consunción, pecado y expiación, posesión y sacrificio, placer y dolor, entrega y destrucción son fuerzas que se modelan mutuamente, de modo que el amor se ensombrece y ahonda con los tintes de la muerte y, al revés, la muerte se ilumina y se vuelve carnal e incluso oscuramente deseable bajo la luz del amor. En algunos de los infinitos recovecos de esa complejísima galería de doble dirección se cuelgan las 119 obras de Lágrimas de Eros, una excepcional muestra que desde el pasado martes exhiben en dos recorridos complementarios el Museo Thyssen-Bornemisza y la Fundación Caja Madrid.

La excepción se explica por muchos motivos, más allá de la calidad de las obras reunidas para la ocasión. Lágrimas de Eros no es una muestra al uso de las producidas habitualmente por la Thyssen. Su comisario, Guillermo Solana, ha querido arriesgar una mirada tan compleja como lo requiere un tema para el que ha recuperado el título del último ensayo de Georges Bataille, quizás el último gran explorador literario de estos abismos. Para ello, ha procurado recorrer, sala por sala, todos los grandes mitos del imaginario del deseo a lo largo de la historia del arte. Desfilan, por tanto, el clasicismo grecolatino (Venus, Endimión, Apolo y Jacinto, Andrómeda o las esfinges, sirenas y ninfas); las fuentes cristianas (Judit, Salomé, la Magdalena, San Sebastián, San Antonio), personajes históricos (Cleopatra), literarios (Ofelia) y tópicos del erotismo artístico, como el tema del beso.

A través de todos ellos, Lágrimas de Eros exhuma todas las orientaciones, prácticas y arquetipos sexuales enterrados bajo temas que, en bastantes casos, inicialmente carecían de la imantación erótica con la que han llegado hasta el presente. Heterosexualidad, homosexualidad, fetichismo, sadomasoquismo, "bondage", necrofilia o voyeurismo ofrecen los variables ángulos de entrada para un repertorio de obras cuyo núcleo está articulado en torno al siglo XIX. El motivo: en muchos casos, fueron los artistas y el gusto de esta centuria los que cargaron de fuerza sexual algunos de los viejos temas, impulsados por una poética que tiene algunas raíces barrocas, pero que sobre todo enlaza la pasión romántica por el binomio amor/muerte con el erotismo artístico contemporáneo a través del simbolismo y el surrealismo.

Pero en Lágrimas de Eros hay también muchos viejos maestros y muchos maestros contemporáneos. Y es ahí donde reside otra de las osadías de esta exposición respecto a otras del Museo Thyssen: en la amplitud cronológica y la variedad de formatos que incluyen incluso procedimientos multimedia. La carne en la que se materializan los dioses oscuros de la sexualidad humana está hecha mayoritariamente de pintura (Rubens, Bronzino, Tiépolo o Ribera; Courbet, Corot, Gauguin, Millais, Burne-Jones, Cezanne, Munch, Ernst…) y de los papeles estampados de Picasso, o fotográficos de Man Ray o Mapplethorpe. Está hecha del mármol de Canova, los bronces de Rodin o Louise Bourgeois y el polivinilo policromado de John de Andrea, e incluso está hecha de la inconsútil carne virtual de los vídeos de Bill Viola. Y representada en todo tipo de cuerpos, desde las relecturas del arte antiguo hasta la carnalidad "pop" de Rachel Weisz, Nastassia Kinski o Patti Smith.

A través de sus obras y de las del resto de autores reunidos por Guillermo Solana, el visitante se podrá sumergir en un torbellino de representaciones del deseo en las que, una y otra vez, se repiten obsesiones y símbolos, y en las que una y otra vez se reinventa el deseo a través de un ejercicio –el arte– en el que a menudo se ha visto otro trasunto o prolongación de la sexualidad. Claro que el espectador tampoco saldrá de Lágrimas de Eros limpio de polvo y paja; como poco, habrá ejercido de "voyeur". Un mirón singularmente afortunado.