El Orfeó fue fundado por Amadeu Vives, autor, entre otras, de las zarzuelas "Bohemios" y "Doña Francisquita", y Lluís Millet Pagès, que fue también su primer director y su alma durante muchos años. Orfeó y Palau escribieron páginas brillantes de la historia musical catalana, pero a las postrimerías de los años setenta el estado del edificio dejaba mucho que desear. Estaba amenazado de embargo, necesitaba una intervención a fondo, y las instituciones no estaban por la labor. Apareció entonces la figura de Fèlix Millet, hijo de un sobrino de Lluís Millet, y desde la presidencia del Orfeó empezó a mover cielo y tierra por salvar el auditorio y darle un renovado protagonismo.

Y lo cierto es que lo consiguió. Obtuvo dinero de las administraciones (especialmente del Gobierno español), de un buen puñado de empresas patrocinadoras e incluso de simples particulares que llegaron a "comprar" tubos del nuevo órgano. Adquirió fincas vecinas y encargó la restauración y ampliación al prestigioso arquitecto Óscar Tusquets. Y al cabo de unos años, el Palau volvía a deslumbrar a la sociedad catalana. Millet era una especie de mago y le llovían honores: la Creu de Sant Jordi por la Generalitat, la Llave de Barcelona por el Ayuntamiento. Todo el mundo quería olvidar que en 1984 había sido condenado por la Audiencia de Barcelona a dos meses de arresto por una trama delictiva en la sociedad Renta Catalana. Y que en 2001 fue investigado (y exculpado) por una acusación de apropiación indebida a la Agrupación Mutua del Comercio y de la Industria. Millet funcionaba, y nadie quería saber nada más.

Lo cierto es que, según han visto ahora los investigadores, había construido un entramado que hacía muy difícil detectar los agujeros y seguirles la pista. Dicho entramado aprovechaba la complejidad institucional del Palau. Éste es propiedad del Orfeó Català, pero el dinero le llega a través de una fundación, que reúne los patrocinadores privados, y de un consorcio, donde se encuentran las administraciones públicas. Millet presidía Orfeó y fundación y el comité ejecutivo del consorcio, y movía impunemente el dinero de un lugar al otro. Mientras fundación y consorcio son entidades auditadas, el Orfeó Català no está obligado a pasar auditorias, y no lo ha hecho en todos estos años. De este último hecho se aprovecharon Millet y su mano derecha, Jordi Montull, para esconder sus operaciones.

Todo empezó a hundirse el pasado julio, cuando los Mossos d´Esquadra irrumpieron en las oficinas del Palau para hacer un completo registro. Entonces se empezó a saber que la fiscalía anticorrupción investigaba movimientos extraños de dinero, fraude fiscal y apropiaciones indebidas. La pista la habían dado los billetes de 500 euros que se movían de una cuenta a otra.

Partiendo de un puesto de empleado en una sociedad gestora de inversiones inmobiliarias, este hombre intuitivo, ambicioso, encantador y brillante había luchado por conquistar un puesto en la alta sociedad catalana, y lo había conseguido: en el momento de su caída era presidente, vicepresidente, directivo o patrón de más de treinta sociedades, empresas y fundaciones de lo más considerado, incluidos la Caixa, el Gran Teatro del Liceo y el Fútbol Club Barcelona, y asistía a las reuniones mensuales del G-16 (un grupo de presidentes de otras tantas entidades de la sociedad civil que de forma discreta pero efectiva se posicionan sobre problemas con incidencia política).

No se podía dar un paso por la Barcelona de los negocios sin topar con él. Y en dos días ha pasado del elogio unánime a la reprobación general. De genio condecorado, a apestado. De salvador del Orfeó, a anatema para los cantores, ofendidos y dolidos.

En septiembre saltó a la luz la carta de confesión que Millet y Montull habían enviado al juez reconociendo la apropiación de más de tres millones de euros, así como algunas trampas fiscales ya prescritas. El escándalo estaba servido y por varios motivos. Primero, porque el patricio conseguidor resultaba ser un espabilado que metía la mano en la caja. Segundo, porque nadie quiso mirar: las instituciones continuaban subvencionando Orfeó y Palau incluso cuando las auditorías apuntaban sospechas. Tercero, porque la confesión dibujaba un relato de contabilidad en negro, de facturas sin IVA ni constancia, alegando que «todo el mundo lo hacía». Y cuarto, porque Millet y Montull se habían asignado remuneraciones millonarias mientras muchos cantores del Orfeó tenían que pagarse el bocadillo en los desplazamientos.

La confesión fue sólo el principio. A medida que los investigadores van rascando, aparecen más y más desviaciones, que no paran de sumar. Nadie sabe hasta dónde puede crecer el inventario. Facturas hinchadas o falsas, costes que se duplican, cargos por actividades inexistentes... El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, y Fèlix Millet dispuso de un poder absoluto a lo largo de tres décadas. Del conjunto de explicaciones que dan los sorprendidos, disgustados y cada vez más asediados patrones de la fundación y políticos del consorcio se deduce que le permitieron hacer lo que quiso porque conseguía resultados. En realidad, firmaron un pacto implícito: mientras funcione, hazlo como quieras, y no me lo cuentes. La decisión de meter la mano a la caja vendría a ser la degeneración de la carta blanca otorgada.

La Sindicatura de Cuentas de la Generalitat se saca el muerto del encima diciendo que hizo una auditoría hace diez años, que la envió a las instituciones del consorcio y que nadie reaccionó. Los patrones de la fundación que aceptan hablar a los medios (una minoría) explican que en las reuniones no se examinaban las auditorías. Los socios del Orfeó que acudían a las asambleas anuales ovacionaban a una junta de cuentas triunfantes.

De 2002 a 2009, entre la fundación y el consorcio aportaron a la asociación Orfeó Català un total de 23,4 millones de euros (3.900 millones de pesetas), que Millet y Montull administraron a discreción. Sumando las canalizadas a través del consorcio y las anteriores a su creación, las aportaciones de las administraciones públicas –Estado, Generalitat y Ayuntamiento– pueden rondar los 40 millones de euros, la gestión de los cuales confiaban sin reservas a Fèlix Millet. ¿Por qué tanta confianza?

Hay varias razones. El todavía presidente del Consell de les Arts, Xavier Bru de Sala, escribía a "La Vanguardia": "Hace veinte años crecía el temor a que al ponerse en marcha el nuevo Auditorio de Barcelona, la vida musical no diera de sí para mantener las dos instituciones. (...) Lejos de amilanarse, Millet impulsó la remodelación del Palau y defendió un modelo de gestión que iba muy bien a las administraciones, comparado con el resto de equipamientos culturales de la capital catalana, el Palau salía baratísimo a los bolsillos del contribuyente (descontadas las obras)".

Y las obras también salieron baratas a los patrocinadores y a las administraciones catalanas, puesto que Millet se las apañó para que la mayor parte de la factura la pagara el Gobierno central. El año 2003, cuando José María Aznar quería caer bien a una Catalunya que se le presentaba hostil, Fèlix Millet se incorporó como patrón al Instituto Catalunya Futuro, sección catalana de la FAES, la fundación ideológica del PP. A cambio de este abrazo purificador con patente de catalanidad, Aznar sacó la cartera. El Ministerio de Cultura ostenta hoy el 45% del consorcio (y, por lo tanto, de sus aportaciones), y en los últimos veinte años el Estado ha gastado en el Palau unos 25 millones de euros, que son el doble de dinero que las otras dos administraciones juntas.