Para los más exigentes, el arranque de la feria de La Peregrina, puede que les haya sabido a poco, o que quizás esperasen algo más, pero la verdad es que los siete mil aficionados que abarrotaron el coso de San Roque tuvieron motivos más que sobrados para salir satisfechos: hubo emoción, polémica con la presidencia (que ya se va convirtiendo en una costumbre), arte taurino, un ganado más que aceptable para los tiempos que corren, dos diestros a hombros, y aires de tragedia, que sobrevolaron la plaza, pero que afortunadamente se quedaron en susto, por la grave cogida del torilero de la plaza, José María Muñoz.

José Tomás sigue agrandando su leyenda, y a su tirón o reclamo, la afición respondió, y de qué manera. A la estela del diestro de Galapagar se subió el francés Sebastián Castella. Ambos consiguieron abrir la puerta grande y abandonar la plaza a hombros, después de dos meritorias, artísticas y valerosas faenas. Especial mérito tiene su actuación en el quinto y sexto toro de la tarde, ya que tuvieron que superar el cierto estado de shock provocado por la cogida del torilero, cuando se intentaba retirar al inválido que había salido en quinto lugar en el orden de lidia, y que hizo su aparición en la arena con el pitón izquierdo roto.

La decepción, sin duda, la supuso la flojísima actuación de Finito de Córdoba, que pasó por el albero pontevedrés con más pena que gloria, y dejando la sensación de estar muy lejos del estado de forma que se necesita para ponerse delante de un toro. Si bien es cierto que lo tocó en suerte posiblemente el peor lote, también lo es que hizo bien poco para tratar de sacar a sus enemigos el poco juego que pudieran dar, limitándose a dar pases sin ligazón, profundidad ni continuidad, para rematar sus faenas con algo que incluso en sus mejores tiempos era ya su punto débil: la deficiente utilización del acero.

Con estos antecedentes, hasta el segundo de la tarde no empezó realmente el festejo. Pero fue pisar la arena José Tomás, y el éxtasis colectivo se apoderó de la plaza. El de Galapagar estuvo en su línea: torero, artista, valiente, temerario, y todos los adjetivos que a uno se le ocurran. Por estar, hasta la banda de música estuvo inspirada, porque qué mejor acompañamiento musical que el pasadoble que lleva el nombre de una leyenda como "Manolete" para la ya leyenda viva del toreo.

El desfile de "estatuarios" (majestuosos), naturales (para enmarcar), ayudados (con los pies espectacularmente anclados en la arena), y toda la gama marca de la casa. Cierto es que la estocada no fue la mejor que dio en su vida, pero las dos orejas eran el justo premio que todos esperaban, y que el presidente se negó a conceder (la segunda) en una protestadísima decisión, que le costó la gran bronca de la tarde.

Tras el incidente del quinto, Dengosillo de nombre y 545 kilos de peso, el sobrero que saltó en su lugar resultó ser el único morlaco con mala baba, pero Tomás solventó las dificultades de su lidia como sólo los más grandes pueden hacerlo, con una faena de menos a más y que supo rematar con el público entregado y una gran estocada que le valió, ahora sí, dos merecidas orejas, y sirvió para acrecentar más si cabe el fervor del público pontevedrés.

Castella lo tenía difícil. Salir detrás de un fenómeno no es cómodo porque hasta el público necesita un respiro. Por eso su mérito fue mayor. Una oreja a cada uno de sus rivales, y acompañar al más grande en su salida a hombros, después de sendas faenas largas, vistosas y valientes, forjadas en los medios, y justificando las buenas maneras que ya apuntara en su debut en Pontevedra.