"Estaba trabajando en la granja y recibí un mensaje para que volviera urgentemente. Regresé, vi como estaba nuestra casa y me fui corriendo a la escuela. El edificio estaba destruido y, aunque las piernas me temblaban, empecé a sacar piedras...", se lamenta Li.

Li Xu tenía 15 años y asistía a clase en la escuela media de Juyuan, cerca de la ciudad de Dujiangyang (Sichuan, suroeste), donde quedaron sepultados alrededor de 900 niños.

"Entre los escombros, encontré un zapato de mi hija. Fui al hospital y me dijeron que había muerto", relata, mientras se cruza la mano sobre el pecho con un gesto demasiado elocuente.

A las 14:28 horas (06:28 GMT) del 12 de mayo un seísmo de 8.0 grados de magnitud en la escala de Richter sacudió las entrañas de Sichuan, con el epicentro en la localidad de Wenchuan, a escasos kilómetros de Juyuan.

Todo tembló, aseguran los testigos. Resistieron los vetustos bloques de viviendas comunistas, la comisaría de policía y muchos edificios de la ciudad, al menos aquellos construidos de forma oficial. Todos menos uno, el instituto.

El edificio destruido sigue al lado del río, pero ya no se puede acceder a él. Hileras de policías y militares impiden la entrada y prohíben tomar imágenes del interior a los periodistas y curiosos.

Dentro, se intuyen montañas de ruinas y barro. La lluvia no ha cejado de caer en los últimos días en Sichuan, dificultando el transporte y poniendo al límite del desborde los lagos formados tras el terremoto.

No obstante, se oye el llanto desgarrado de las familias que, agazapadas junto a los escombros, lloran a sus retoños.

A pesar de que le delatan sus ojos vidriosos, Li Shianqiang continúa su lucha por no llorar y pide justicia.

"No puedo aceptar que no se haya encontrado un responsable de esto. No sé quien es, pero tenemos que buscar la verdad", explica y recuerda que a los dos días del terremoto el primer ministro chino, Wen Jiabao, el rostro más popular del régimen en el desastre, se acercó a Juyuan.

"Wen nos prometió que sabríamos la verdad y que se haría justicia con aquellos que estuvieran a cargo de la construcción de la escuela", dijo.

La convicción de Li en la eficacia del Gobierno se tambalea cuando se le pregunta por las autoridades locales, sobre las que acostumbran a planear acusaciones de corrupción.

De hecho, hoy mismo un equipo de ingenieros enviados por Pekín a la zona devastada reconoció que el derrumbe de muchos edificios, especialmente en escuelas y zonas rurales, se debió a "la pobre construcción, el mal planeamiento urbanístico y la falta de esfuerzo en los códigos de edificación".

El padre de Li Xu está dispuesto a llegar hasta el Comité Central del Partido Comunista de China (PCCh), en Pekín, para esclarecer la muerte de su hija.

Se trata de una iniciativa muy arraigada entre las clases rurales chinas que pervive desde la época imperial, durante la cual los campesinos que sufrían abusos e injusticias viajaban a Pekín para ser escuchados por el emperador, en quien mantenían una confianza ciega y casi divina.

"Los primeros días, los padres de los niños formamos un grupo que eligió a tres representantes para que se supiera la verdad, pero el plan no siguió adelante. ¿Por qué?. Porque muchas de las familias no tienen ni tiempo ni dinero ni energía para ello", se lamenta.

Li deambula entre su antigua casa, que perdió buena parte del techo por el terremoto, y la tienda improvisada con chapas de metal en la que ahora vive, a sólo veinte metros.

Mientras la madre, Peng Mingyan, sostiene en silencio las fotografías de su pequeña -que era hija única como en casi todas las familias de la zona-, él confiesa su mayor temor ahora.

"Soy el hombre y no puedo llorar. Tengo que controlar mis sentimientos. Si no lo hago, la familia se viene abajo".