El congelado público de las primeras del Teatro Real recibió a Claudio Abbado como si fuera el mismo Beethoven. Los aplausos de la salida al foso son más o menos cálidos según la popularidad del maestro, pero nunca llegan a la temperatura de las ovaciones finales. Así ocurrió el pasado sábado y no era para menos. El coliseo madrileño recibía el espaldarazo del director vivo más respetado y admirado del mundo. Físicamente disminuido por una larga dolencia, su vitalidad, energía y concentración en el trabajo siguen modelizando una técnica insuperable al servicio de los valores poéticos e ideológicos de la música. Abbado, uno de los pocos auténticos "mediums" que van quedando en la dirección, siempre hace un Beethoven referencial. La potencia ideológica de Fidelio, emblema del arte progresista por contenido y continente, es fuego en sus manos, admirable arquitectura de tiempos, ritmos, armonías e intensidades que él propaga en incandescencias cuando no se recrea en los acentos de la intimidad, la ternura o el juego, que de todo hay en esta obra maestra, cien veces recompuesta y corregida hasta alcanzar un estado ideal de perfecta imperfección "fieramente humana". Así fueron la vida y la obra del divino Beethoven.

Con la Mahler Chamber Orchestra en el foso y los Coros Arnold Schoenberg y de la Comunidad de Madrid en escena, alzó el maestro en poderosos relieves una sinfonicidad y una coralidad que, aún naciendo de la inconfundible forja concertística del autor, y a despecho de la herencia del singspiel con partes habladas, abandera el lenguaje dramático más representativo y eficaz del romanticismo alemán. En coordenadas teatrales encauza Claudio Abbado la representación, con enorme garra y no menor refinamiento en la modulación del sonido, su tímbrica sin forzado colorismo, la lógica secuenciación del movimiento, la levedad de las texturas ligeras y el pulimento del forte masivo.

Este panel de saberes e intuiciones dio pleno sentido al concepto escénico de la obra, pedido por Abbado al joven cineasta Chris Kraus y asumido por éste sin ninguna experiencia operística previa. El núcleo ideológico de Fidelio poetiza los derechos de la persona, y más concretamente la libertad. La Revolución Francesa aún es historia reciente, capaz de enardecer la independencia espiritual de Beethoven. Pero el principio de la libertad no es igual que su praxis. Está muy bien representar el despotismo como minusvalía psíquica y también física (el demente Don Pizarro aparece con muletas y silla de ruedas) y no sobra exagerar la miseria de los oprimidos. Pero en la escena final, cuando triunfan las mayestáticas armonías del himno de la libertad, el liberador no es el amable ministro de un bondadoso rey, sino un cardenal ataviado de seda roja de la cabeza a los pies. Esta caricatura queda subrayada por la batería de guillotinas que ensombrecen al fondo la primera y cegadora luz diurna de una representación tenebrista. En definitiva, parece Kraus ironizar con que toda liberación precede a otra tiranía, ciclo que se repite en la historia del mundo. La guillotina había sido en todo el primer acto un objeto casi doméstico, en torno al que juegan el carcelero Rocco y la pareja joven de la obra...

Interesante concepto, no siempre resuelto con imaginación e ideas y abandonado con frecuencia a la monotonía de grandes tramos de oscuridad sin elementos significativos. Los responsables de la escena fueron abucheados por una parte del público.

Entre los cantantes falló el gran tenor spinto de la actualidad, Jonas Kaufmann, sustituido por el americano Clifton Forbis, de trayectoria wagneriana muy interesante. Con canto emotivo y entonación segura, su Florestán tuvo mucho nivel a pesar del color cambiante de los registros, sobre todo el acerado y brillante agudo. La alemana Anja Kampe construye Leonora con autoridad y medios, pero su línea impersonal solo adquiere fuerza en el segundo acto. Fue muy aplaudida, aunque considero más completos y satisfactorios al bajo-barítono Albert Dohmen (Wotan de estos últimos años en Bayreuth) con un Pizarro poderoso y aterrador; y a la soprano Julia Kleiter, Marzellina encantadora en la voz y la escuela. También gustaron Giorgio Surjan en un comunicativo Rocco, Jörg Schneider en Jaquino y Diógenes Randes en el purpurado Don Fernando. La orquesta y los coros, excepcionales siempre y aplaudidos al final sin cansancio.

Fue, fundamentalmente, la primera noche de Claudio Abbado en el Teatro Real: un talento que define nuestro tiempo y un hombre de ideas y compromiso que multiplica la fuerza interior y el sonido de la música que interpreta. Mucho después de bajar el "telón de acero", aún seguían muchos aplaudiendo con la esperanza de ver salir al maestro. Insólito en Madrid...