En 1933, 9 de junio, ocho de la mañana, la soñadora Aurora Rodríguez no puede soportar la realidad de que su hija, a la que había modelado espiritual y moralmente para dejar una huella en el mundo, se quisiera marchar de casa. Como decía el artículo de prensa de ese año que despertó la curiosidad de Carmen Domingo en su búsqueda en hemerotecas, "en un rapto de locura imita al escultor que, descontento con su obra por los defectos que en ella advierte, la destruye". Y esa fue la noche última que su hija durmió en casa, pero no porque consiguiera emanciparse: le descerrajó 4 tiros mientras dormía.

Aurora Rodríguez se va a un abogado para informarle del asesinato y decidir qué tenía que hacer para que no la tomaran por loca. Y ahí empieza un juicio que forma una parte nuclear de esta fascinante historia. "No es fácil -dice Carmen Domingo- que una señora muy inteligente como Aurora consiga ocultar la enfermedad mental que tenía hasta que mata a la hija".

Carmen Domingo iba desgranando los datos del epilogo de esta tragedia. En el juicio, en mayo de 1934, confesado ya el crimen, se trató de dilucidar si Aurora era una criminal o estaba loca. Declarada cuerda por un jurado popular, y por tanto culpable del asesinato de su hija, fue condenada a 26 años de reclusión. Tras el veredicto la condujeron a la cárcel de Ventas. Los problemas que originó en la prisión fueron de calibre y poco tardó en cambiar su lugar de encierro. En diciembre de 1935, tras realizarle una serie de análisis psiquiátricos, se aconsejó su traslado al sanatorio de Cienpozuelos, emitido un diagnóstico de enajenación mental que no admitía duda.

"Todo esto sucedía en los albores de la II República -dijo-, un momento histórico especialmente delicado en que los cambios políticos se producían a diario".