"Obviamente yo no fui el mejor amigo, ni el más antiguo, ni tampoco el más querido por Sabino Torres Ferrer. Sin embargo, creo que yo fui el amigo nuevo de otra época más reciente, a quien más tiempo dedicó para contar su vida novelesca. Lo pasé en grande con él.

Siempre supe quién era Sabino, pero no sentí un deseo irrefrenable por conocerlo de cerca hasta que hace unos veinte años tuve la oportunidad de disfrutar con la lectura tardía de Ciudad (1945-48) y Litoral (1953-58). Tanto en una como en otra publicación, que retrataron magníficamente la Pontevedra de aquel tiempo, Sabino tuvo mucho que ver, como resulta sobradamente conocido.

"Hola Rafa: ¿Sobre qué asunto quieres preguntarme?" Invariablemente este fue el saludo generoso de Sabino cada vez que recibía una llamada telefónica mía. Tampoco rechazaba nunca una cita veraniega en el Blanco y Negro, Savoy o Carabela. "¡Este carallo me exprime cada vez que nos vemos!", se quejaba con una sonrisa ante César Portela y Pepe Fortes el pasado verano. Como oro en paño guardo varios blocks llenos de recuerdos, anécdotas y vivencias que fue desgranando, poco a poco, en aquellos incontables encuentros.

Si echaba a volar su prodigiosa memoria, resultaba un inigualable contador de historias; con esa voz y esa teatralidad tan suyas recreaba como pocos actores consagrados los mil y un episodios vividos:

Cuando se inició en el oficio en la imprenta de su padre y se trataban de usted mientras trabajaban codo con codo; o cuando obtuvo un rotundo fracaso que truncó su carrera como mago en el concurso que Radio Pontevedra retransmitía cara al público desde el cine Victoria. O cuando por primera vez se marchó a Madrid para empezar a trabajar en el diario Pueblo del legendario Emilio Romero como reportero de sucesos en el equipo que capitaneaba Julio Camarero. O cuando le vendió Litoral a Sánchez Cantón por 50.000 pesetas, que eran una fortuna a mediados de los años cincuenta?.

O también cuando lo echaron tres veces de Falange porque no encajaba con los principios del Movimiento. O cuando propuso a su familia crear una compañía ambulante de teatro guiñol y recorrer toda España con sus títeres. O cuando terminó por afincarse en la capital de España tras recibir una oferta irresistible de Benito Malvar. O cuando cruzó siete veces el charco hasta Sudamérica para vender los productos del Grupo Ibérico. O cuando vivió casi dos años en Miami. O cuando, en fin, regresó una vez más a Pontevedra para confeccionar el magnífico programa de reinauguración del Teatro Principal, incluida Monserrat Caballé como broche de oro?.

Al terminar de leer mi primer volumen de "Pontevedra, de Vuelta y Media" que tanto contribuyó a elaborar, se mostró entusiasmado y me elevó a un pedestal. Decía que le deslumbraba mi rigor documental, cosa bastante comprensible en un gran fabulador como era Sabino. Si algunas de las historias que él contaba no fuesen ciertas, merecerían serlo en todos sus detalles.

Ante todo y sobre todo, Sabino fue un romántico incorregible en sentido literal, o sea persona que daba una enorme importancia al sentimiento y la imaginación. Solo así pudo acometer los incontables proyectos que vislumbró en su imaginación deslumbrante. Como no podía pasar de otra forma, unos salieron bien y otros salieron mal o no salieron.

Hizo de todo en periodismo: desde repartidor del semanario deportivo Aire entre sus suscriptores, hasta director de Ciudad con el beneplácito de Juan Aparicio pese a no tener carné oficial, pasando por editor de Litoral, en donde también hizo de todo: de redactor, de impresor, de comercial y de publicista. O sea que fue un periodista de raza.

Además de romántico, yo creo que quiso ser ante todo editor y poeta. En ambas cosas brilló con luz propia. También fue un tertuliano sempiterno; seguramente el pontevedrés que más tertulias bautizó, azuzó y frecuentó gracias a esa larga vida.

De cuando en cuando se mostraba muy crítico con Pontevedra, seguramente porque le dolía en el alma. "Pontevedra es muy pijotera, Rafa. Tenlo siempre presente", me advertía con cariño paternal.

Sin embargo, esa valoración cambió por completo hace dos años. Aquel verano de 2014 Sabino me confesó que se sentía respetado, apreciado y hasta querido; que recibía constantemente muestras de consideración, cariño y admiración entre la gente joven. Eso le gustaba y lo contaba con satisfacción no disimulada. Supongo que su libro memorialista tuvo mucho que ver con ese reconocimiento.

De los políticos de entonces sentía predilección por el alcalde Hevia y reconocía la comprensión del gobernador civil, Solís Ruíz, quien en lugar de cortarle la cabeza a cuenta de la colección Benito Soto, acabó por hacerse suscriptor honorario. También hablaba bien de Rivas como alcalde. Y de los políticos de ahora, se entendía con Lores, incluso desde la discrepancia: nunca le perdonó la tala de un cedro en la Alameda. Un día me habló de su participación en la puesta en marcha de la UCD de Suárez en los albores de la democracia, y para mi sorpresa me confesó que entonces le habría gustado ser senador. Lo dijo en serio.

Sobre otros cuantos asuntos y placeres de la vida no digo nada porque pertenecen al secreto del sumario. A Sabino le gustaba correr un tupido velo de vez en cuando, a modo de bajada del telón. Era todo un caballero, presumido y coqueto.

Cuando supo que había llegado la hora de su última representación, Sabino aguantó el envite y se preparó con admirable entereza, ayudado por su sobrino Gerardo, el hijo que no tuvo, pero como si lo fuera, y por su hija María que también estuvo siempre a su lado. Así se despidió de quien quiso y como quiso, a su manera. Conmigo habló desde el hospital y desde casa, pero ya no tenía ganas ni fuerzas para nada.

Aquí quiero recordar a Sabino Torres Ferrer como un personaje irrepetible forjado en las mejores esencias de la Boa Vila. Descase en paz, que bien merecido lo tiene, después de una vida tan intensa.