En las Rías Baixas el topónimo de Salnés, el Territorium Saliniense, anotado por el padre Sarmiento, testimonia su presencia medieval. En cuanto a la baratura de este producto debemos constatar que resulta más caro su transporte que su valor intrínseco. Esta observación, que es válida tras la imposición del estanco con la consabida elevación de los precios, en 1565, se acentuaría en los tiempos que preceden a dicha novedad fiscal.

En los años de normalidad en las navegaciones, como el de 1577, los maestres de los navíos que traen sal por cuenta de la Real Hacienda perciben de flete dos reales por cada medida de tres fanegas de Ávila (165 litros), por el trayecto que cubre Aveiro con los puertos al sur de Fisterra, los llamados puertos bajos; mientras que los navíos aventureros, que son propietarios de la carga, perciben tres reales, en los que se incluye el precio de la sal y su transporte. La navegación de este conservante equivale a los dos tercios de su valor de venta. Proporción que aumenta al alargarse la navegación a los puertos altos y asturianos.

Restauración de las salinas

Los proyectos de restauración de las salinas medievales constituyen una constante en la historia del estanco en Galicia. Se baraja con fuerza ante las pésimas cosechas de 1574-76 por el administrador Bernardo de Porres, que hizo traer de Portugal dos maestros, "los más viejos y avivados en el negocio que se pudieron hallar". La superación de la crisis y la inmediata Unión Ibérica dieron al traste con este proyecto. Se recuperó este intento de restablecimiento en la última década del siglo, de mano del arrendador Sebastián Pasquale (1591-1601), que, presionado por la interferencia constante de la piratería inglesa, contrató unos "marlotos" portugueses, que reconocieron la costa desde Baiona hasta Ribadeo; la relación de lugares aptos es extensa: Pontevedra (dos puertos muy a propósito para labrar salinas), paxase do Ulló, Aldán, Cambados, Vilanova de Arousa, juncales de Betanzos, entre Miño y Bañobre, Cedeira, otros dos entre Viveiro y Ribadeo. Las paces con Inglaterra, firmadas en 1604, habrán arrinconado estos proyectos, al restablecerse la normalidad en la navegación. La cancelación de la Tregua de los Doce años, en 1621 y el incremento de la piratería berberisca aconsejaron el replanteo de las salinas medievales. En 1633, don Antonio Mosquera Villar y Pimentel, que poseía una fortuna ganada en Indias por su tío, gobernador de la provincia de Arica (Chile), solicita del administrador del estanco del partido de Galicia, Luís Ramírez de Arellano autorización para labrar sal en Galicia.

La euforia de contar con una producción salinera propia llegó a inquietar a los suministradores portugueses y arrendadores de la renta, que amenazaban con no comercializar la sal producida en las Rías Baixas. La real cédula de 24 de diciembre de 1634 trataba de contrarrestar "los temores que ocasionan (el arrendador) Enrique Sinel y los naturales del Reino de Portugal con la voz que publican de que no se ha de gastar la sal que fabricaren, sino la que Enrique Sinel quisiere". Tras la quiebra de Sinel, el nuevo arrendador, Sebastián de Almeida, mantiene la negativa a adquirir sal autóctona.

Oposición portuguesa

El promotor de las salinas achacaba esta actitud por "ser portugueses y como tales notoriamente opuestos al efecto de la dicha fábrica, como es notorio, por los daños que con ella se le siguen a las salinas de Setúbal y Abero". Aseguraba Mosquera que en 1638 se habían perdido más de diez mil fanegas, por no haberlas querido admitir el arrendador del estanco. Para entonces don Antonio Mosquera había sido distinguido con la concesión del hábito de la orden de Alcántara, prueba del respaldo de la Corona a su iniciativa. Se intitulaba caballero de dicha orden, señor de las fortalezas de Villar, Guimarei y otras jurisdicciones; no le iba a la zaga su hermano don Diego Mosquera Sarmiento Pimentel, caballero de la orden de Santiago y señor de las fortalezas de Villamarín, Meira, Valladares, Saxamonde y más jurisdicciones.

La real cédula de 11 de septiembre de 1636 señalaba los lugares oportunos para instalar salinas: en la costa en tierras comunales o pertenecientes a su majestad. En 1638 ya estaban construidas las de A Lanzada, en tierra del Salnés. Mosquera se había servido de "marlotos" de Aveiro. Tras el primer año en funcionamiento, se las arrienda en régimen de aparcería por espacio de un año, siguiendo el modelo vigente en las salinas del Vouga. El propietario debe hacerse cargo de los desperfectos causados por los temporales invernales. Los aparceros no recibirán la mitad de la cosecha en especie, al estar obligado Mosquera a entregar la totalidad de la sal en los alfolíes del estanco. Los maestres de tres pinazas del arrabal pontevedrés se encargaban, por el mes de septiembre de 1638, de acercar la sal a los cercanos alfolíes de Padrón, Pontevedra, Vilagarcía, Muros, Noia?

Los rendimientos de las salinas de A Lanzada pusieron las cosas en su sitio. En agosto de 1641 habían producido la exigua cantidad de 4.320 fanegas. En octubre de 1642, Mosquera afirmaba que desde 1638 y hasta 1641 se habían labrado 45.667 fanegas, lo que significa un promedio anual de 11.416 fanegas. Con motivo del levantamiento portugués y consecuente interrupción de los suministros de Aveiro, Mosquera se comprometió a compensarla con un incremento de la producción nacional, mediando, eso sí, un préstamo del Consejo de la Sal por valor de cuarenta mil ducados. Se comprometía a labrar en 1641 sesenta mi fanegas, ochenta mil en 1642, ciento veinte mil en 1643 y toda la que fuera necesaria en 1644.

A Lanzada

No hay noticias de que dicho crédito llegara a concederse, pero sí observamos un esfuerzo productivo en las salinas de A Lanzada, alcanzándose las 26.021 fanegas de promedio anual entre 1664 y 1676, valores que se pueden considerar los más altos de su historia Un volumen incapaz de atender a la demanda interna, cifrada en esos años en una cantidad cercana a las doscientas mil fanegas anuales. El arrendador de la renta, Enrique Sinel, cifraba los males de estas instalaciones en que, a pesar de estar obligados sus propietarios a entregar la sal obtenida en los alfolíes, preferían aprovecharse de su situación ribereña para venderla directamente a los navíos y sin declarar: "por estaren a la orilla de la mar, los mareantes rebenidores se probehen della para salar cantidad de sardina, que de hordianario lleban a bender al dicho Reyno de Portugal. Y lo mesmo hazen las personas que andan en dicha fábrica, con lo qual a çesado y çesa el gasto de la sal de los reales alfolíes en cantidad de más de veinte mil ducados cada año".

* A José Benito García.