Las cofradías de mareantes tratarán por todos los medios de impedir que los pequeños puertos de los alrededores armen sus propios cercos, y que no salen sus capturas ni las comercialicen. El ejemplo más acabado de concentración de la actividad pesquera lo representa Pontevedra, que, tras fracasar ante los tribunales de justicia, en sus intentos de vedar el ejercicio libre de la pesca a los puertos competidores, llega a acuerdos con sus titulares, aunque a costa de satisfacer elevadas cantidades de dinero: en 1491, el concejo firma una carta de hermandad con los vecinos del puerto de Combarro, perteneciente a la jurisdicción del monasterio de San Xoán de Poio, por el que sus mareantes se comprometen a participar, como unos vecinos más, en la furnición de los cercos pontevedreses. Con el señor de Portonovo, don Pedro Enríquez de Guzmán, con el que se pleiteaba desde 1488, prácticamente, desde la introducción de los cercos, y tras el fallo dictado a su favor por la Real Chancillería de Valladolid, en 1508, se llega a una concordia con el titular del puerto, que percibe la elevada compensación de dos mil ducados. A cambio, sus vasallos se comprometían a no furnir cercos ni sacadas.

Los cercos gozan del apoyo de los poderes públicos frente a las artes de menor tamaño, como eran los xeitos. La razón de este respaldo viene dada por la perfecta adaptación de los cercos a las exigencias de los perceptores de renta. En concreto, la iglesia, percibe una parte considerable de los beneficios de la pesca desarrollada por la cofradía pontevedresa del Corpo Santo, en concepto de diezmo, que se reparten a partes iguales entre el arzobispo de Santiago (sinecura) y el párroco de santa María (concura). La percepción de una parte proporcional, en principio el diez por ciento, precisa de un estricto control por parte de sus beneficiarios. Esta vigilancia era muy fácil de ejercer sobre los rendimientos agrarios: bastaba con una inspección ocular de los campos días antes de la siega para conocer el volumen de grano que correspondía entregar al titular de la correspondiente parroquia; estos controles sobre las cosechas llegaban a estar legalizadas en el caso del vino: en las cartas forales suele consignarse la obligación que tienen los foreros de avisar a los rentista para iniciar la vendimia.

En el mundo de la pesca las posibilidades de evitar el pago del diezmo eran mayores y difíciles de impedir por parte de sus perceptores. Las artes de pequeño tamaño, como podían ser los xeitos, eran muy numerosas, realizaban los lances de noche, recogían sus reducidas cosechas a bordo y comercializaban buena parte en fresco, sin salar y sin tener que desembarcar en el puerto donde estaban matriculados. De este modo, resultaban prácticamente incontrolables y, por tanto, quedaban exentos del pago del diezmo.

Las posibilidades de vigilancia inherentes a los cercos ofrecían a sus beneficiarios la seguridad de recaudar íntegramente sus derechos, al cobrarse sus mareas de día y en postas o playas a vista de todo el mundo. Además, aparte de este control visual, el escribano del cerco debía llevar cuenta de los distintos lances para proceder al reparto de las capturas entre los quiñoneros que formaban la compañía. El monasterio de Poio, señor jurisdiccional del puerto de Combarro, ejemplifica perfectamente este interés para que sus vasallos armen un cerco. Sus mareantes se amparaban en la carta de hermandad suscrita con el concejo de Pontevedra, en 1491, que les permitía eximirse del pago de diezmo en la villa del Lérez, alegando ser forasteros, y ante el cenobio benedictino, por faenar fuera de su jurisdicción. Negando validez a estos razonamientos, el monasterio de Poio obtuvo, en 1575, carta ejecutoria de la Real Audiencia, conminando a la marinería de Combarro al pago del diezmo de todo el pescado que cogieren, y bula de Clemente VIII, amenazándoles con la excomunión y entredicho. La respuesta de los vecinos de Combarro fue, precisamente, la cerrada negativa a furnir su propio cerco y faenar con xeitos, impidiendo que los agentes monacales puedan cuantificar las mareas. Nueva carta ejecutoria de la Real Audiencia les obliga a que tengan cerco. El propio abad asumirá la función de socio capitalista del cerco, adquiriendo, en 1604, el trincado.

Los administradores de las rentas reales también se veían beneficiados por el mantenimiento de este tipo de artes, pues orientaban gran parte de sus cosechas a la salazón plena y a la exportación, con lo que percibían derechos a través del cobro de las alcabalas, que gravaba el comercio, y la venta de sal, monopolio de la Corona, desde 1565. Serán, precisamente, los administradores del estanco de la sal los que más defiendan la conveniencia de las xávegas frente a los xeitos, en la segunda mitad del siglo XVIII, aduciendo el distinto consumo de este conservante, según se empleara un arte u otro.

La larga serie de ordenanzas redactadas por la cofradía pontevedresa se inicia en 1523. Mucho se tiene discutido sobre la posibilidad de que existieran otras anteriores, pero sin aportar pruebas sobre ello. Es cierto que algún puerto asturiano, como el de Luarca, redacta su reglamento en 1468, por no citar a los puertos vascos, que las elaboran en fecha todavía más temprana. Nada semejante aporta la documentación gallega, por lo que cumple evitar estériles elucubraciones. No son extrapolables las situaciones de los puertos del Cantábrico a los puertos gallegos; un solo aspecto basta para afirmarlo: en los mares abiertos del norte es preciso el asesoramiento del señero, o alcalde del mar, o de la asamblea de los patrones de las embarcaciones pesqueras, que aprueban o deniegan a los mareantes licencia para hacerse a la mar en función de la meteorología. Nada semejante encontramos en las tranquilas aguas de las rías gallegas; si los vicarios de la cofradía del Corpo Santo agitan un pendón o bandera, como recogen las ordenanzas de 1531, que obliga a los cercos a volver a puerto, no lo hacen por peligro de tormenta, sino para que los mareantes cumplan con las obligaciones religiosas. No obstante, en alguna ocasión, una inesperada tempestad podía causar terribles estragos entre los cercos en el interior de las rías, como aconteció, en el otoño de 1533, en la de Muros- Noia.

En realidad, los mares gallegos carecen de una reglamentación propia hasta los años centrales del siglo XVIII, cuando el Estado asume el control sobre la actividad pesquera a través de la llamada matrícula de la mar, que reserva para los enrolados la exclusividad de la pesca y marisqueo. En este sentido, las ordenanzas redactadas por el ministro de marina de la provincia de Pontevedra pueden considerarse como las primeras dotadas de fuerza legal, al contar con la perceptiva confirmación real, en 1750. Con anterioridad a esta fecha, existen ordenanzas pesqueras, pero, salvo unas puntuales excepciones, no fueron autorizadas por los monarcas, por lo que, llegado el caso, carecen de la legalidad exigida por los tribunales de justicia, que, consecuentemente, niegan su validez.

La falta de respaldo real a las ordenanzas pesqueras redactadas por las cofradías de mareantes reforzará el papel dirigente de los arzobispos, como señores jurisdiccionales en las Rías Baixas, extendiendo su dominio más allá de las riberas de sus estados. En la confirmación arzobispal de las ordenanzas reside su exclusiva fuerza legal en los puertos sujetos a su señorío, para los de realengo, como el de A Coruña, se pretende la sanción del concejo y corregidor.

En principio, los arzobispos se limitarán a exigir a los mareantes el estricto cumplimiento del calendario laboral cristiano, salpicado de múltiples fiestas de guardar. Sobre estas exigencias meramente religiosas se superponen, a fines del siglo XV, otras meramente pesqueras, que se refieren a las llamadas artes vedadas. Todavía, en 1507, un mareante de Marín, Alfonso de Arealonga, entendía el término peñorar como la pena infligida a los que faenaban en día santo. A la cofradía pontevedresa habían adjudicado los titulares de la sede arzobispal una extensa jurisdicción marítima, que abarcaba desde las Estelas de Baiona hasta los Tranqueiros de Aguiño. Este amplio espacio se extiende desde las marcas del puerto de realengo de Baiona, donde sería impensable la actuación de otro poder que no fuera el real, y el inicio de la ría de Muros-Noia, que pertenecía en exclusiva a los arzobispos, por lo que ya no era necesaria la presencia de los mareantes pontevedreses. Los arzobispos compostelanos podían estar presentes en la ría de Vigo, disputándosela a los obispos tudenses, y en la de Arousa, donde carecía de un puerto hegemónico. Las dos rías sometidas a la autoridad pontevedresa alcanzarán su autonomía, redactando los tres puertos rectores de la ría de Vigo (Redondela, Cangas do Morrazo y Vigo) sus propias ordenanzas, en 1558; le seguirán, pocos años después, las elaborados por los puertos de la ría de Arousa. (Continuará).

A Xosé Manuel Pereira Fernández