Algo esconde la música, menos obvio de lo que parece, que cauteriza, que lo recompone todo. Tom Harrell (Illinois, 1946) sube al escenario torpemente, llega el último. No parece el desfile de un cuarteto. Trae en el estuche su fiscorno y las partes de la trompeta desordenadas en un pequeño maletín, como de boticario. Su mujer se acerca a ver qué tal y deja la sala, llena, expectante. Volverá cuando todo termine, para fotografiarlo, para ir tras él cuando toma el rumbo equivocado (o quizás no, quién sabe), alejándose por la calle que no es.

Durante largos momentos del concierto, antes y después de la música, el autor de más de 300 grabaciones se queda congelado mirando al suelo, brazos inánimes y tronco inmóvil, alejado pero no ausente. La esquizofrenia lo domina cuando abandona el pentragrama (está a tratamiento desde 1967). El jazz lo resucita. "La vida no consiste en encontrar nuestros límites, sino nuestro infinito", decía Herbie Hancock.

Parece que el mundo gire, agitado, alrededor de Tom Harrell mientras aprovecha la pausa para ensimismarse, para leer la música desde dentro. Su pose enferma no aparenta la verdad; me recuerda a una respuesta de Joaquín Sorolla en una entrevista: "Cuando pinto estoy pintando, ahora mismo, mientras hablo con usted y le miro, estoy pintando".

El cuarteto reproduce el mismo esquema durante toda la noche: comienzo al unísono (a veces marca el ritmo de entrada el trompetista, con voz esforzada), fraseos tenues de Harrell que planean sobre la canción como una filosofía y la sección rítmica estirando la canción, mientras el protagonista parece que duerme. Después un crescendo hasta el final conjunto. Son casi un grupo dentro de otro grupo Danny Grissett (piano), Ugonna Okegwo (contrabajo) y el batería Adam Cruz.

Ayer, en el XXI Festival de Primavera del Café Latino, fue la segunda vez en Ourense de un músico transformado por el jazz.