"Por moito que lle digan mala, non lle din o que era". Pío Menor Cid tiene hoy 82 años y fue uno de aquellos niños de Laioso que dejaban atrás la infancia cuando se subían al tren de Castilla. Lloró el primer año que su padre no le dejó ir. "Ben pouco agradeces o que che fai teu pai". Pero no entendió aquello hasta la campaña siguiente cuando lloraba por volver.

Sentados a la sombra en el "faladoiro", Pío Menor, Nesto Cid y Aser Conde hurgan en la memoria buscando algún recuerdo bonito de aquella época. Pero miran atrás y solo ven campos amarillos inmensos y filas de hombres y niños escuálidos con el rostro negro segando y atando mollos de trigo, cebada o centeno. "Eso hay que olvidarlo, solo son calamidades", dicen y se lanzan a recordar anécdotas que solo les hacen gracia ahora. Como cuando aquel vagón en el que viajaban como sardinas en lata se soltó de la máquina en Montefurado, perdió las maletas y retrocedió solo "casi hasta Ourense", recuerda Nesto. O aquella vez que los mandaron de vuelta en camiones de pescado.

En realidad, relata Aser, la penuria que sufrían empezaba con el propio viaje de ida y no terminaba hasta que estaban de vuelta en casa. Para entonces habrían pasado más de dos meses de hambre, calor y fatiga. "El tren era como un carro de vacas, tardábamos dos o tres días en llegar. En León había que hacer un transbordo y nos dejaban allí tirados esperando...". Al llegar a Madrid se producía el reparto de la mano de obra, en el que la primera y la última palabra la tenía el "mayoral" que solía ser un vecino y que previamente había negociado con los propietarios del cereal. Las cuadrillas podían ser de 10 o hasta 70 hombres y niños, en función de la casa o el pueblo al que les destinaban. Solo si se pedía expresamente no separaban a los hermanos y padres e hijos que viajaban juntos.

De todos los segadores que envió esta aldea a Castilla hasta los años 50, solo viven Pío, Aser, Nesto, Antonio Cid y Gumersindo Menor, que estos días se encuentran indispuestos. En las primeras décadas del siglo XX residían unas veinte familias numerosas en Laioso, y cuando llegaba la época de la siega los más jóvenes se iban, dejando a las mujeres y algún hermano para ocuparse de los trabajos de la casa.

Provistos de su "fouce" y un atillo con una muda para la faena y "otras dos para ir curiosos en el tren", los segadores se subían al vagón con pocas esperanzas de que aquello hubiera cambiado respecto al año anterior. Nunca llegó la dignidad al trabajo en los campos de Castilla. El menú se repetía cada día, de lunes a domingo, en jornadas laborales que llegaban a las 16 horas. El desayuno y la merienda siempre igual, un trozo de pan con aceite y vinagre. Al mediodía paraban para comer garbanzos con algo de tocino, y para la cena, solo habas. Ni siquiera tenían plato para cada uno. La cuadrilla rodeaba la "olla" y la devoraba en cuestión de minutos: "Comías un bocado y te echabas atrás para que entrase otro, así hasta que se acababa". En plena adolescencia, los más jóvenes sufrían el dolor del hambre.

Ese es el peor recuerdo para Aser Conde. Y el calor. Era habitual que finalizase la campaña sin haber visto ni una sola sombra. La voz de la indignación la aporta Pío que reflexiona, "aquella gente era rica, tenía que serlo porque tenían a 20 hombres segando para ellos dos meses, pero a nosotros nos mataban de hambre, no tienen perdón de Dios". Entre risas, Aser recuerda el humillante refrán de la época que se repetía en Castilla: "Madre ¿que le damos a los gallegos? Cada vez menos, que ellos se van y nosotros quedaremos". Y así era.

Frente a esto, Rosalía cantaba con tristeza "Aló van, malpocadiños, / todos de esperanzas cheos, / e volven, ¡ai!, sen ventura / cun caudal de desprezos. / Van probes e tornan probes, / van sans e tornan enfermos, / que anque eles son como rosas, / tratádelos como negros".

Las jornadas de trabajo empezaban al amanecer y no terminaban ni al ponerse el sol. Si la noche era clara también trabajaban. Dormían en un pajar en el pueblo, o en las "gavelas". Solo se respetaba la Ascensión, el Corpus, el San Pedro y el 18 de julio, día del alzamiento. Pero la siega había que hacerla igual.

Algunos no resistían y regresaban antes. Otros volvían enfermos y todos agotados y harapientos con 700 o 800 pesetas que daban para salir de algún apuro. "Si no lo hubiera vivido y me lo cuentan, no lo creería", concluye Nesto.