Pasear a media noche por una ciudad da unos resultados espléndidos, siempre y cuando uno sepa huir de las horas y los días en los que está invadida por gentes con ganas de diversión. Los mejores veinte minutos del año 2012 fueron para mí los que pasé por las calles de mi ciudad el 31 de diciembre, poco antes de que finalizara el año: vagabundeé por la zona del centro y salvo algún esporádico vehículo estacionado en un semáforo (disculpen la procesión de esdrújulas) no me tropecé con ninguna persona: la ciudad tenía algo de paisaje lunar o submarino como si perteneciese a una civilización extinguida o a punto de desaparecer. Era un territorio tomado por la soledad y el silencio. Ya en casa, en cuanto sonaran las campanadas terribles de todos los años, el espectáculo zafio de la felicidad impostada volvería a suceder como una riada.

Si actualmente usted se toma la molestia de salir de casa un lunes o un martes o un miércoles por la noche deambulará por una ciudad en la que puede encontrarse con alguien que regresa a su piso, algunos trabajadores de esos oficios ingratos y nocturnos pero, sobre todo, verá, como en un decorado, numerosos locales con los carteles Se Traspasa, Se Alquila o Se Vende. Uno tiene la sensación de que la ciudad ha sido, efectivamente, el decorado de una película en la que ha tenido lugar la vida pero que una vez rematada la cinta, cuando ya los actores, los guionistas, el director, el ayudante del director, los figurantes, los iluminadores, los maquilladores y los del sonido lo han abandonado, carece de sentido: carecen de sentido esos locales que se han ido a la miseria, los negocios que quebraron, los que tuvieron que traspasarse por falta de clientela. Y se sospecha que ninguna película con final feliz va a volver a rodarse en ese decorado inútil. - imagina qué ha sido de las personas que un día estuvieron al frente de esos establecimientos y sobrevivían mejor o peor de sus negocios. Para pensar en lo cual, claro, conviene acercarse a un bar que aún esté abierto, acceder a ese local en el que antaño se reunían los noctívagos para hablar de cualquier fruslería o contarse sus proyectos o discutir de fútbol; pero ahora ese local al que uno accede, está únicamente ocupado por el tabernero que hace un crucigrama al otro lado de la barra, te saluda con un cierto fastidio y te sirve el café o la cerveza o el gintonic que acabas de pedir y murmura como para sí que las cosas pintan tan mal que está pensando seriamente en cerrar el negocio y regresar a su pueblo. En otros tiempos, las puertas de esos locales no dejaban de abrirse y cerrarse a tales horas y entraban y salían, como en un salón del oeste, grupos alborotadores que alteraban tu tranquilidad pero ahora, ahora que tienes tranquilidad a manos llenas, echas de menos a los bulliciosos que hablaban en voz alta y en ocasiones se emborrachaban y reían con la misma felicidad impostada que en las celebraciones de fin de año. Como en aquellos decorados almerienses de los westerns del siglo pasado, los poblados están quedándose vacíos, las personas se atrincheran en sus casas y desde las ventanas miran hacia abajo y ven las calles desiertas, los negocios que cerraron, algún viandante solitario que vaga como un fantasma esperando que venga un viento terrible y brutal que barra la ciudad como en alguna página de Gonzalo Torrente Ballester o de García Márquez porque es posible que la existencia no sea sino una novela, mejor o peor, pero uno empieza a intuir que el final de la ficción va a ser calamitoso y cuando reflexiona al respecto, el paseante que ha entrado en ese bar casi vacío, decide que es mejor cambiar de idea y en vez de pedirle un café al camarero, le ruega que le sirva un gintonic y añade a media voz "bien cargado, por favor", se pone de espalda a la barra, apoya los codos en ella como un forastero de una película del oeste que aguarda retador la llegada del sheriff para solventar cuestiones jerárquicas y mira a través de la cristalera el decorado vacio de la ciudad, con sus Se Alquila, Se Vende, Se Traspasa y decide que en cuanto acabe la consumición, subirá a su caballo y marchará en busca de nuevos horizontes aun sabiendo lo difícil que es que existan nuevos horizontes distintos al territorio que ahora observa, desolado, ruinoso, como el decorado de una película que se ha rodado muchos años atrás y que ya no sirve ni para el recuerdo. Quizá este artículo debería haberse titulado Liquidación, como aquella novela de Imre Kertész.