Está todavía reciente (tal como ha reflejado la prensa el día 14 de marzo) que el 86% de los aspirantes en Madrid a una plaza de magisterio, en noviembre de 2011, no pasó un test previo de conocimientos similares a los exigibles a alumnos de 2º de ESO. No consta, sin embargo, que quienes filtraron interesadamente esta información se hayan planteado depurar sus propias responsabilidades al haber hecho dejación de funciones por desatender las exigencias actuales de esta profesión en los años pasados.

Irresponsabilidad: Nada contribuye a mejorar nuestro sistema educativo es la constante agresión a maestros y profesores por parte de algunos irresponsables voceros ocupados en difamarlos; una actitud desmesurada y creciente en los dos últimos años, paralela a la conflictividad generada en comunidades pioneras en recortar la labor compensatoria e igualitaria de las diversidades de alumnos. Unos días antes -en el mes de febrero-, el CIS elevaba el aprecio por los enseñantes hasta el segundo puesto de la estima social. ¿Quieren hundirlos por debajo de la desconfianza que la política actual suscita entre los ciudadanos?

La deslealtad, falta de ética y profesionalidad que transpira el uso oportunista e indiscreto de la aludida noticia, no debiera inducir a ver a los candidatos a la docencia -ni a los docentes en general- como una panda de vagos e ignorantes poco inteligente -como se empeñan en propalar los contrarios a una escuela pública de calidad-. Debiera potenciar, en cambio, un análisis detenido del fenómeno destapado, nada exclusivo de este colectivo profesional y más extendido de lo que debiera en nuestros hábitos culturales. ¿Qué sorpresas nos depararía la aplicación de un test similar a muchos otros colectivos, incluidos cuantos se rasgan las vestiduras, la inmensa mayoría de los cuales nunca se han sometido a una oposición y cuyo acceso a cargos ha sido por mera cooptación, amical en la mayoría de los casos? ¿Qué ejemplar nivel lector o de escritura tienen quienes tanto se han sonreído ante los fallos de estos opositores...?

¿Mejor antes? Cuantos consideran que se trata de una fehaciente demostración de que "antes" se sabía más y se estudiaba mejor, debieran precisar con más exactitud qué signifique ese "antes" y ese "mejor". Lo que dice nuestra historia es que no es admisible una mirada de superioridad complaciente hacia un "antes paradisíaco". A pesar de la tesis de Christian Baudelot, El nivel educativo sube (Ed. Morata, 1998), el asunto del "nivel" descendente sigue siendo en demasiados ambientes un recurrente distractor de responsabilidades. En vez de tomar en consideración análisis serios del sistema educativo -que propiciaran una mejora eficiente de sus logros-, se ha convertido en reiterada convicción inamovible apta para justificar retrocesos de todo orden. Y todavía merece la pena leer el nº 393 de Cuadernos de Pedagogía (2009), en que Rafael Feito o José Gimeno daban cumplida cuenta de nuestra situación ascendente. Pero a los nostálgicos de un pasado mejor -en la práctica, siempre muy deficitario para la inmensa mayoría de la población- y a los amantes de la arcaica chanza a costa de una presunta ignorancia ajena, opuestos a dignificar una educación inclusiva para todos, les será útil releer aquellas Antologías del disparate que el profesor Luis Díaz Jiménez fue recopilando, desde los años sesenta, de los exámenes de sus alumnos: en 1974 iba ya por la 10ª edición y todavía alcanzaría otras cinco hasta 1987. Tanto éxito editorial tuvo aquella antología que, con el mismo título o similar -Estupidiario, en algún caso-, pronto aparecieron otras colecciones de solemnes meteduras de pata de otros profesionales, incluidos políticos con especial propensión a mostrar sus desnudeces cognitivas en primer lugar y, de paso, las oscurantistas razones de sus incongruentes decisiones. Léase al respecto, por ejemplo, el concienzudo estudio de Castillejo Cambra, E., Mito, legitimación y violencia simbólica en los manuales escolares de Historia del franquismo (1936-1975), (Madrid, UNED, 2008). Quienes, a pesar de todo, sigan pensando que "antes" no había problemas de conocimiento -ni de otro tipo- en las aulas, podrán deducirlo por sí mismos si tienen paciencia suficiente para leer, por ejemplo, el discurso de Joaquín Ruiz Jiménez en defensa de su reforma educativa, en las Cortes de 1953. Mejor todavía si, además, leen los informes al respecto de los rectores universitarios -y de los obispos- de aquel momento: recuérdese que, como prescribiría la Ley de Ordenación de la Enseñanza Media, de 26/ 02/ 1953, en su artc. 2: "La enseñanza media se ajustará a las normas del dogma y de la Moral católicos". Y no olviden tampoco que, según los datos que exhibiría en 1969 el "Libro Blanco" preparatorio de la Ley General de Educación de 1970, el 62% de los pocos que cursaban en 1964 aquella enseñanza media estaban matriculados en centros dirigidos por religiosos (Madrid, Ministerio de Educación, 1969, pgs. 31 y 35).

Pedagogía y saber: La historia de la educación española -incluida la de su presente- no es tan enrevesada como para que, en momentos como los que propician noticias inducidas como la que provoca este comentario, aflore tanto especialista en recetas arbitristas. Nuestra particular experiencia ni es garantía de conocimiento adecuado para solventar el problema, ni disfraza suficientemente el muy cerrado afán de laborar pro domo sua, por mucho bien público que se invoque. Por eso sorprende que Enrique Moradiellos, por ejemplo -cuya trayectoria en Historia Contemporánea de España tiene muy laudable reconocimiento-, haya aprovechado la ocasión para afirmar categórico: "Primero aprende y solo después enseña" (El País, 22/ 03/ 2013, pg. 31). Cuando escribo este comentario ya se ha retractado en parte de lo dicho, pero en ese momento aseguraba dogmático que "los malos resultados de los licenciados en Magisterio están relacionados con los desvaríos de la nueva Pedagogía", poniendo en solfa de un plumazo el trabajo consolidado de muchos profesionales de ese campo científico -y de otros muy conexos-. Su alegato contra una "nueva Pedagogía" inducía a imaginar pretéritas maneras de enseñar -sin indicar cuáles- que hubiéramos olvidado culpablemente, sin que, por otro lado, aclarara qué hayan de saber hoy los docentes o cómo debieran enseñárselo unos supuestos sabios maestros. ¿Sería capaz el opinante de poner de acuerdo a sus colegas universitarios y concretar mejor su propuesta de "lo que deban aprender" los docentes de otros niveles educativos? ¿Sería válido para él -porque le resulte más cercano- todo lo que se empeñan en enseñar en las Facultades de Historia profesores y expertos tan dispares -y disparatados en demasiados casos- contra los que él mismo ha de batirse de vez en cuando en los libros y artículos de su especialidad? En todo caso, resultaba raro en su artículo de opinión que, para argumentar hacia lo que nadie discute, se apoyara en tópicos generalistas y estériles. Al ponernos en guardia frente a la "verborrea pretenciosa y vacua de una supuesta ciencia holística de la educación formal, inmaterial e incontaminada de contenidos efectivos conceptuales y empíricos", tal vez quisiera decirnos de manera oblicua -sin que se notara mucho- que él no suscribe el conocido Manifiesto educativo de los 18, también conocido como Manifiesto de Sevilla, recientemente promovido por otros muy acreditados catedráticos universitarios a raíz del proyecto de reforma educativa que va a entrar dentro de unos días en el Parlamento. Nada que objetar si hubiera sido así, pero debiera haber esgrimido mejores argumentos.

Qué saber para enseñar: No es desde el aislado campo específico de las Facultades universitarias -aunque tengan más peso que la experiencia docente de otros niveles- desde donde, en general, vaya a venir hoy con alguna consistencia -menos si se desea "incontaminada"- la precisión del qué deban aprender los futuros docentes para luego poder enseñarlo: es materia que se decide en otra parte y no precisamente de modo transparente. Además, los planes de formación del profesorado que patrocinan -a través de los recientes másters oficiales puestos en marcha por sus respectivas universidades desde 2006-, dejan mucho que desear todavía -como acaba de poner de manifiesto la tesis doctoral de Jesús Manso en la Autónoma de Madrid: La formación inicial del profesorado de Educación Secundaria. Lástima es que, por más que sucesivos informes internacionales hayan insistido en la importancia de esa formación previa -incluida igualmente la de los profesores de otros niveles educativos-, poco hayamos avanzado en cuanto a superar las formalidades tradicionales de unas oposiciones; no digamos en lo referente a enriquecer a lo largo de su vida laboral los perfiles de nuestros docentes para el ejercicio de un trabajo que, en el transcurso de los años últimos, ha ganado creciente complejidad y exigencia.

Si queremos avanzar, hemos de conjuntar puntos de vista interfacultativos y aprovechar el trabajo -de reconocible garantía- de los mejores maestros y profesores en ejercicio. En vez de los continuos esfuerzos apriorísticos para mostrar que el de la educación es un reino de taifas minado, mejor haríamos en concordar democráticamente unos cuantos elementos primordiales de no imposible ejecución para mejorarla. Por sí solo, el variopinto artc. 27 de la Constitución, de poco nos vale en este momento como no sea para precisar con rigor qué tipo de enseñanza queremos: hasta qué punto estemos dispuestos a evitar desigualdades de acceso al conocimiento. Sólo así podremos acordar qué ineludibles conocimientos, saberes prácticos y sociales, entendemos deban conformar el qué y el cómo enseñar. Implícitamente, nos indicarán los instrumentos indispensables para que la formación de nuestros docentes resulte consistente, adaptada a las necesidades actuales y digna del aprecio de nuestros conciudadanos. De no ser capaces de caminar juntos, el de la educación seguirá siendo un rico vivero de piedras arrojadizas en que lo peor está por venir.