El abuelo de Rosa recuperó el proceso de elaboración de su hermano, instalado antes en otra casa del pueblo de Teimende. Vivienda y maquinaria serán el primer museo del chocolate que abra en Galicia, previsiblemente el próximo año 2014.

Rosa explica que su infancia y la de su hermana, llena de olor a cacao y de papel de aluminio y de celofán de colores, con los que ambas envolvían las tabletas de chocolate que sacaban de los moldes durante las vacaciones, en las que también acompañaron a su padre Ricardo Casares, a las ferias de Monforte, al otro lado del río Sil, y a las tiendas de media provincia de Ourense.

La familia Casares conserva abundante documentación que les permite seguir la pista de la fábrica familiar de chocolate, desde que su abuelo instaló en 1934 un molino de dos grandes piedras, tirado por una burra.

"Mi abuelo Arturo enfermó y mi padre se hizo cargo de la fábrica cuando tenía 14 años pero ya introdujo la novedad de las máquinas eléctricas", destaca.

En aquel momento, el cacao era monopolio estatal y se importaba en sacos de 60 ó 65 kilos, cuyo precio era de 50 pesetas por kilogramo hasta los años 70, y su origen era Guinea. A partir de ahí Rosa conserva facturas de sacos a 197 pesetas el kilogramo, de 1976 para el cacao procedente de Costa de Marfil, aunque posteriormente comenzó a llegar otro más barato desde Brasil y Fernando Poo, a 100 pesestas el kilogramo.

El cacao llegaba entero y había que tostarlo para luego romper la cáscara, con fuego y humo y con cuidado, "pues si se tostaba de más cogía un sabor amargo", explica Rosa.

Una vez tostado había que mondarlo, y la "cascarilla" obtenida se embolsaba en lotes de medio kilo para vender "muy barata" pues se cocía con la leche del desayuno y le daba sabor a chocolate.

La semilla, una vez pelada, se pasaba por el molino, entre dos piedras en movimiento, para obtener una pasta densa que Rosa y su hermana recogían en grandes recipientes de latón donde quedaba hasta enfriar y solidificarse.

"Cuando estaba fría esa pasta, se metía al horno para hacerla líquida y se pasaba a la mezcladora con la harina, el azúcar y la manteca de cacao que se compraba aparte, en fábricas de chocolate de Ourense como Los Remedios", ha relatado.

El posterior paso por la "refinadora" permitía conseguir diferentes texturas para diferentes tipos de chocolate, así Rosa recuerda que llenó moldes para el chocolate de textura más fina que era el destinado a las meriendas, mientras que el más grueso era el chocolate "gordo, de taza", recomendado por los médicos para las parturientas, y ya más tarde, el chocolate de merienda con vainilla y el de cacahuete.

Con esa pasta, las niñas de la casa llenaban los moldes y la aplastaban con las manos para luego colocarlos en una "tableteadora" o máquina vibradora en la que los moldes se sacudían ligeramente durante cinco minutos para asentar la pasta y eliminar burbujas.

Luego las tabletas pasaban por la nevera durante 4 horas y por el banco de madera, en el que las niñas hacían su "trabajo favorito", sentarse para envolver cada tableta primero con papel de aluminio, luego con el impreso con el nombre de "Chocolates Caldelas, fabricado por industrias Casares, especial superfamiliar a la taza" y, sobre este envoltorio, un papel celofán rojo, verde o naranja, según el tipo de chocolate. La familia Casares estaba en el registro de la asociación nacional de fabricantes de chocolate desde los años 40, por lo que el acceso a las materias primas y a la maquinaria especializada era fluida. Rosa escuchó a su madre contar cómo los niños del pueblo acudían a la casa de su abuelo para arrear a la burra del molino y así probar el chocolate y, durante la época "del hambre" podían tener algo más de harina o azúcar de lo que les tocaba por la cartilla.