Decía Ortega que "el hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia". Por eso para conocernos, para saber las características de una nación, una comunidad, un pueblo...etc. tenemos que reflexionar sobre cómo llegamos a ser como somos. Esto es, cómo se configuró nuestra identidad. Los conceptos de historia e identidad están estrechamente unidos porque solo en un largo proceso histórico pueden crearse los caracteres diferenciales que acaban por identificar a un pueblo o colectivo humano como propio y distinto a los demás, con los que se puede participar de algunas manifestaciones y distinguirse de otras.

El principio de identidad tiene dos perspectivas contrarias pero complementarias: la reafirmación de aquello esencial que une a personas diferentes y la manifestación de que eso las hace distintas de otras que pertenecen a otros grupos sociales. En la reflexión de la filosofía idealista hegeliana, la identidad no es estática y permanente si no dinámica, cambiante, de tal forma que se puede afirmar que, igual que el ser objetivo es un momento del pensamiento, la identidad es un momento de la dialéctica del ser, tanto en su dimensión personal como social. Y si este proceso es dialéctico, es a su vez mudable y diacrónico, reformulándose y reafirmándose permanentemente a lo largo de la Historia. Tiene por tanto una dimensión histórica. Y si el uno no puede entenderse sin el múltiple, lo mismo pasa con lo propio respecto de lo ajeno. Bien entendido que el otro lado de la comparación, que es la que hace que nos veamos diferentes, no tiene que ser obligatoriamente lo contrario, lo que está enfrente, si no que, de alguna manera, está cerca de nosotros porque tenemos necesidad de él para comprobar nuestra distinción.

Podríamos acordar que la identidad hace referencia al conjunto de ideas, valores y componentes culturales asumidos por los individuos (en este caso gallegos) que forman una colectividad, y la galleguidad sería la toma de conciencia de su identidad, el sentimiento común de compartirla y la experiencia íntima de pertenecer a esa comunidad que es Galicia y a ese pueblo que es el gallego. Esta toma de conciencia se refleja en diversos niveles de coincidencia y comunidad de componentes más o menos homogéneos pero que forman una unidad sistémica.

Los procesos sociales identitarios, movilizados y alimentados muchas veces en el devenir dialéctico de lo casual y de lo necesario, de las ideas y costumbres inherentes y de las sobrevenidas -según el esquema de G. Rudé- confluyen a lo largo de la Historia incidiendo en la conformación de sus componentes, y en este sentido cobran especial importancia los factores geográficos, religiosos y políticos, entre otros, que actúan conjuntamente y en proporción diversa en cada caso. Pero estos procesos sociales de configuración de la identidad resultarían imposibles de entender sin la significación nuclear que en ellos tiene la cultura. Por eso la identidad, especialmente -a nuestro entender- la gallega, es sobre todo identidad cultural.

Algunos elementos básicos que podrían definir la identidad gallega serían, entre otros, los siguientes:

El espacio, que no es solo su posición geográfica concreta y limitada, el "finis terrae" de la vieja concepción cartográfica de los romanos en la península ibérica, históricamente abierta al mar, a la inmensa llanura del más allá, y cerrada al interior por macizos montañosos y por la ausencia de vías de comunicación. También es un espacio físico donde el hombre, por su desarrollo técnico, densidad de población y dispersión de asentamiento provocó una gran modificación del paisaje humanizando de forma notable la naturaleza. Esto provocó un paisaje de gran diversidad de su mundo agrario, tanto físico como de producción, de posesión de la tierra, de explotación del monte, de tipología familiar, etc..

Al mismo tiempo este tipo de hábitat nos indica, como consecuencia, una escasa urbanización, tanto por la ausencia de una gran ciudad que fuese la portaestandarte burguesa de la modernidad y de los cambios, como por la baja tasa de urbanización en general. - incluso las pequeñas ciudades gallegas van a estar influidas decisivamente por su relación con el mundo agrario, tanto en el aspecto personal, como en el económico y el cultural. Por esto, hasta que llega el proceso de su desaparición en las últimas décadas, el labriego, el mundo agrario, tradicional y permanente, además de ser el guardián de la naturaleza desde el neolítico, va a ser también el transmisor de la identidad y, desde finales del XIX, de la galleguidad, reforzada permanentemente por la forma de vida y de relación societaria, como el solidario trabajo comunal, su actitud ante la vida y la muerte, la producción y alimentación, las fiestas y romerías, los símbolos y creencias...

Los límites de este espacio galaico están claramente delimitados desde el siglo XI en el que nace el reino de Portugal y desmembra por el sur del tronco común de la vieja Gallaecia la antigua provincia romana de Braga. Al cerrar los reinos de León y Castilla una hipotética expansión hacia el Este, el reino de Galicia va a tener unos límites territoriales inalterables.

Es cierto que, para explicar la permanencia de la identidad gallega, se apuntó a su aislamiento, a su sentido de insularidad, cerrada tanto al exterior como al interior hasta la segunda mitad del siglo XIX en que la revolución de los transportes permite la salida masiva hacia América y las políticas liberales crean un mercado nacional abriendo vías de comunicación con el interior que permiten el movimiento de mercancías y personas pero que, por la propia dinámica competitiva, hunden la tradicional producción textil gallega, entre otras consecuencias.

Pero, al mismo tiempo, este aislamiento contrasta con la gran actividad del "camino de Santiago", vínculo de modernidad y de cultura europea, aunque bien es cierto que con el paso de los tiempos se va diluyendo esta influencia. El "camino" es sin duda una de las claves más importantes del devenir histórico de Galicia, pero su singularidad no quedaría completamente explicada si no atendiésemos a otra de sus facetas más propias: la influencia de la Iglesia. Desde los tiempos remotos de los romanos con la figura de Prisciliano y su discurso cristiano más cerca del sentimiento del pueblo que de los intereses del poder, o la de Martin de Dumio al que se considera artífice de la conversión de los suevos a la fe cristiana, o la de San Rosendo en el siglo X reorganizando la vida monástica en Galicia, por no citar más, la influencia de la Igresia en la distribución territorial, en la economía y la cultura va a ser hegemónica.

Esta importancia de la Iglesia en la configuración del ser y del estar del pueblo gallego se observa -sólo por recordar algunos aspectos- en el tipo de hábitat esparcido en lugares y aldeas vinculadas entre si por su pertenencia a una parroquia que se constituye en el lugar de origen y de relación social y comercial además de religiosa; luego tenemos también el tema del dominio eclesial durante siglos y siglos de monasterios, mitras, cabildos e iglesias parroquiales de la mayor parte de las tierras y de la población en forma de siervos (puede decirse que hasta el siglo XIX fueron receptores de las dos terceras partes del excedente agrario gallego); además de la posesión de numerosísimas aldeas y otros núcleos mayores de población, da idea también de su control del poder político el hecho de que ciudades tan importantes como, por ejemplo, Santiago, Lugo, Mondoñedo, Pontevedra, Tui o Ourense fuesen de señorío episcopal.

Esta influencia, cultural e ideológica de la Iglesia no tuvo apenas contestación a lo largo de la Historia, ni siquiera en la época contemporánea en la que toma fuerza el laicismo, la secularización de las estructuras ideológicas, políticas y sociales, por el estrecho vínculo del liberalismo con la burguesía y con el proceso de urbanización, ambos muy débiles en Galicia. Como sucediera en otros lugares de semejante parecido simbólico y cultural, como el norte de Portugal, la Bretaña francesa o Irlanda, la secularización es un fenómeno relativamente reciente que, en el caso de Galicia, va a estar muy relacionado con la decadencia del mundo rural y el abandono de la actividad primaria.

No puede parecer extraño que, después de observar esta relación y esta influencia en todos los ámbitos de la vida individual y colectiva del pueblo del noroeste peninsular y la Iglesia cristiana, el latín primero, y su heredero el gallego, después de su proceso de formación, fuese el vínculo de expresión de este pueblo que comenzaba a distinguirse también por su particular lengua.

La lengua es, indudablemente, uno de los elementos más indiscutibles de identificación, no solo porque todas las personas que hablan el mismo idioma tienen algo en común, si no porque los contenidos semánticos del mismo le son afines, como los relacionados con la economía, con la simbología, con los sentimientos, con las otras personas, animales o entorno, con el poder, con la religión, con las fiestas, con la ironía...

De cualquier modo, en esta diferenciación es fundamental la Historia, la gran partera de la idiosincrasia y la conciencia de los pueblos. La galleguidad entendida como la toma de conciencia de una identidad colectiva es eminentemente histórica porque es una consecuencia heredada del pasado. Dependencia, por un lado -como hemos dicho- del espacio, que nos explicaría las condiciones de relación del territorio, sus límites, sus condiciones naturales y de producción..., y por otro del tiempo, del desarrollo histórico, de la evolución mental, intelectual, técnica, religiosa, política...

(*) Catedrático de la Universidad de Vigo y director de la UNED en Ourense.