Este cuatro de febrero se ha cumplido el 120 aniversario de la muerte, en Vigo, de Concepción Arenal Ponte en 1893. Había nacido en Ferrol en 1820. Por medio, había transcurrido una vida repartida ampliamente por Cantabria (Armaño y Potes), Madrid y A Coruña, con preocupaciones que a muchos de su época resultaban extrañas -y más en una mujer con buena educación- por ocuparse de problemas acuciantes como los que afectaban a las mujeres -por la minoración legal que implicaba el nulo reconocimiento de sus capacidades-, o a los obreros y a la sociedad en general, a causa de la pobreza que generaba la ausencia de una regulación justa de los derechos en el trabajo.

Nada de ello supe mientras, de pequeño, pasaba a diario ante su estatua camino de mi colegio en la calle de La Libertad. Por entonces, en los primeros cincuenta del siglo pasado, todavía estaba ubicada, muy prominente -tal vez con unos seis metros de altura-, en los jardinillos de la parte alta de la Alameda conocida como Plaza del Obispo Cesáreo. Por más que leía las cartelas de su pedestal, no entendía a qué podían referirse aquellos escuetos textos en bronce que, sin duda, tenían que ver con lo que aquella mujer representada hubiera hecho o dicho. Importante tenía que ser cuando, junto a la estatua del Padre Feijóo, la de Dña. Concepción casi tenía la exclusiva en marcar significativamente un espacio urbano céntrico. Hoy, deslocalizada en la segunda mitad de los sesenta hacia una isleta de la plaza que lleva su nombre, frente al Palacio de Justicia, sigo sin poder leer bien aquella epigrafía que todavía acompaña a la efigie broncínea que hiciera en 1898 el escultor segoviano Aniceto Marinas. Fijada ahora en un plinto menos elegante que el que había diseñado el pintor orensano Ramón Parada Justel para el privilegiado lugar primero, pretender leerla en este emplazamiento urbanístico ahora es, además de voluntarioso, no poco arriesgado, por lo poco sugerente del conjunto resultante en aquel casi no lugar aturdido de tráfico. Dudosamente, las nuevas generaciones de orensanos pueden verse incitadas a entender -mejor que yo en mi infancia- quién haya sido la ilustre ferrolana y por qué le hubieran erigido una escultura pública en Ourense.

La primera sorpresa que esconde, sin embargo, es que alguna cercanía había tenido esta sabia mujer con la ciudad, por razón de un certamen convocado por la Diputación, rememorativo de la valía intelectual de Fray Benito Jerónimo Feijóo. Fruto del mismo sería una de sus obras más serias e independientes: Juicio crítico de las obras de Feijóo (1876). Para entonces ya tenía un amplio recorrido vital y literario, en que se intercalaban algunas desgracias familiares; una rigurosa educación conservadora como señorita, pronto contravenida al empeñarse en asistir como oyente y con ropa masculina -rebelándose así contra lo establecido para las mujeres- a las clases de derecho en la Universidad Central; había participado en tertulias literarias y científicas; tenía en su crédito obras no sólo literarias, sino también reconocidos estudios, atentos a las políticas sociales; y le sobraba experiencia en el mundo penitenciario femenino, primero en A Coruña, como "visitadora" y más tarde en Madrid, como "inspectora". También para entonces contaba con el alto reconocimiento de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y había fraguado su amistad con otra mujer coruñesa de gran relevancia, Juana de Vega -la Condesa de Mina-, con quien, entre otras obras benéficas, había creado una empresa para la construcción "benéfica" de "casas baratas" para obreros. En su currículum vital ya estaba asimismo la colaboración con las iniciativas educadoras de Fernando de Castro, con las Conferencias de San Vicente de Paúl, con los inicios de la Cruz Roja en España -con motivo de las guerras carlistas-, o la dirección de algún periódico. A partir del 75, y con la salud deteriorada, todavía haría aportaciones jugosas en el ámbito penitenciario y en el derecho de gentes, colaboraría en numerosos periódicos y, en 1892, entregaría al IIº Congreso Pedagógico español, sus imprescindibles Instrucción del obrero y La educación de la mujer. Cuando participó en el concurso orensano, su personalidad ya era muy valorada, por afrontar con apertura de miras el reformismo social que estaba en marcha.

A su muerte, su reconocimiento público fue muy amplio; tanto que pronto menudearon por todas partes los homenajes a su trayectoria. Y esta es la segunda sorpresa llamativa que guarda esta estatua que pronto le fue dedicada en Ourense. Antes del que, en 1894, le tributaría en Madrid el Ateneo Científico y Literario, en el propio febrero de 1893 apareció un número especial de El Derecho, con una amplia colaboración de políticos e intelectuales gallegos. Al tiempo, el director de este periódico orensano, el abogado republicano Vicente Nomdedeu, solicitaba al Ayuntamiento, junto a otros amigos, que señalara un lugar apropiado para la erección de una estatua en su honor. Se reunió el dinero por suscripción popular, y en 1898 -el año de la gran crisis- sería emplazada en la proximidad de la Alameda, donde iba a estar durante casi setenta años, mirando hacia un espacio de beneficencia primordial de la ciudad en aquel momento, el Hospital de San Roque -sito en el solar que ocupa hoy Correos-. De las estatuas que se erigieron para honrar a la infatigable penalista y escritora, la de Ourense es una de las primeras: la de su ciudad natal, Ferrol -en la avenida de Esteiro-, no se levantaría hasta 1986. En este universo simbólico de la amplia estatuaria dedicada a enaltecerla, tiene peculiar interés también la que en mayo de 1934 inauguró Alcalá Zamora en Madrid, costeada igualmente por suscripción popular y con una inscripción que reza: "Amó a la ciencia, consoló el dolor". Obra del escultor J.M. Palma, en un estilo que cabría identificar como "art decó", parece querer representar -si se observan las alegorías de que está rodeada la majestuosa figura central- su decidida actuación frente a los males de la pobreza y en pro de un mundo en que imperara la justicia. Esta estatua tiene un valor añadido: situada en la confluencia entre los paseos de Moret y Rosales -en el Parque del Oeste- fue durante la Guerra muy castigada por la metralla cruzada de los dos bandos, sin que fuera obstáculo para su reinauguración en 1955.

En todo caso, la mayor admiración la depara esta mujer por su personalidad, presente en la gran cantidad de escritos que salieron de su pluma, muchos de ellos plenamente válidos todavía. Buena parte de las preocupaciones sobre las que giró su obra ya aparecen versificadas en 1851, en Fábulas en verso. En el breve tiempo que vivió su marido, escribió con frecuencia en La Iberia: artículos de carácter diverso y, casi siempre, con el nombre de éste por no estar bien visto que las mujeres expresaran su pensar. Algo parecido haría con una memoria de gran interés que presentó en 1860 a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, sobre La beneficencia, la filantropía y la Caridad: la firmó precautoriamente con el nombre de su hijo, Fernando. Uno de los más entusiasmados con este trabajo, el liberal Salustiano Olózaga, escribió a su vez un Informe de la Beneficencia en España y en Inglaterra, en que se propugnaba la armonización de la caridad privada y la beneficencia pública como fórmulas complementarias; un debate de primer orden que -servatis servandis- sigue vivo ahora mismo, cuando se confrontan políticas privadas y públicas en lo social.

Cuando, desde 1871, escriba con asiduidad durante más de 14 años en La Voz de la Caridad, los varios cientos de artículos -y la continuada secuencia de libros- reafirmarán su atención a tres grandes núcleos de problemas sociales de su época, no bien solucionados en la nuestra: el mundo de las prisiones, la pena de muerte, las correcciones que habría que hacer a estos lugares extremos de la pobreza; la miseria de la mujer condicionada desde el nacimiento a ser menor de edad, mutilada en sus capacidades intelectuales y morales; y la fe en la educación, siempre como estrategia imprescindible para salir de la exclusión: según ella, "la cuestión social" -o, mejor, las varias cuestione sociales-, era una "cuestión pedagógica". La primera publicación, en Madrid, del conjunto principal de sus trabajos como Obras completas -en parte por Ribadeneyra y, después, por Victoriano Suárez- duró tres años, del 94 al 97: son 27 tomos y no abarcaban todo.

Nadie parece, de todos modos, querer detenerse a ver su pensamiento complejo, ni su evolución en el transcurso de años de reflexión, expresada en tanto como escribió. Casi desde que murió, la han querido encasillar: se ha repetido mucho -entre otros, por Jesús Tobío en 1960-, que el suyo sigue el pensamiento social católico. Pero el caso es que tampoco ha faltado quien se la haya querido apropiar como "heterodoxa, liberal, librepensadora y hereje. Ni quien como el jesuita Julio Alarcón, no inquiriera su ortodoxia (Cfr.: Razón y Fe, XIII, sept.-dic, 1905), preocupado por sus doctrinas feministas -pese a ser muy moderadas-, por su amistad con personalidades de la Institución Libre de la Enseñanza -como Giner, Azcárate o Salillas-, o por cómo se expresaba acerca de la vida de algunas religiosas en el mencionado libro del certamen orensano de 1876. Todavía más frustrante es ver que sigue habiendo -especialmente en la Red- quienes entresacan, descontextualizadas, afirmaciones suyas más o menos poderosas; una tradición de expolio que, entre otros, practicaron algunos historiadores de las Cajas de Ahorros en España (Ver: La camisa del hombre feliz, Endymion, 2006)

Pese a todo lo cual, Concepción Arenal -la de la estatua enfrente del Palacio de Justicia orensano- conecta muy bien con este presente esquivo. Buena conocedora de las Escrituras, de los Santos Padres y la Economía Política de su época, su búsqueda de autenticidad y rigor ético sigue siendo ejemplar. Su compromiso con la dignidad humana, en un contexto sociológico muy coercitivo, no fue óbice para una constante y profunda independencia de criterio: siempre estuvo próxima al desvalido y, sin afectaciones retóricas, bordeó el ligero filo existente entre las exigencias de una caridad profunda de cristiana coherente -insuficientes como propuesta política- y las demandas crecientes de una justicia distributiva que, a su muerte, empezaba a abrirse paso mediante un todavía muy débil intervencionismo del Estado en cuestiones sociales. Su Visitador del pobre (1863) -pese a limitaciones de época- sigue siendo hoy muy aleccionador, y ¿qué decir de Estado actual de la mujer en España (1884)?