El requisito sine qua non para salir de la espiral de las drogas entre los muros de una prisión requiere la oportunidad pero también muchas ganas. "Un tratamiento como el de la deshabituación de las drogas es imposible que tenga éxito si la persona no quiere tratarse. La voluntad es fundamental aquí". Son palabras de Carla García, recién trasladada desde el centro penitenciario de Teixeiro (A Coruña) para ocupar el puesto de subdirectora de tratamiento en la prisión ourensana de Pereiro de Aguiar. El centro, un referente en programas de reinserción social y educación de los reclusos desde hace años, mantiene un departamento con convivencia separada dentro de la propia institución para ayudar a dejar el hábito a los condenados adictos a los estupefacientes. "Se realiza un trabajo psicológico donde la asunción de conciencia resulta un paso crucial. El equipo trata de que el interno tome conciencia de que está en su mano poder superar su drogodependencia", indica la subdirectora.

Ayer eran 21 los condenados inscritos en la denominada Comunidad Terapéutica Intrapenitenciaria, cerca del 6% de la población actual de reclusos (364) en una cárcel que, aun siendo lo que es, tiene unas condiciones casi idílicas en comparación con otros centros penitenciarios. Cerca de 200 trabajadores funcionarios y laborales están destinados en el penal ourensano, un modelo de puente tendido hacia la sociedad que a lo largo de este año se encuentra inmerso en la celebración del vigésimo primer aniversario desde que abrió sus puertas para sustituir a la obsoleta prisión provincial de O Posío.

Solo participan los internos voluntarios aunque cuando un preso ingresa en Pereiro, el equipo hace una primera valoración "donde se le puede orientar o recomendar que formen parte de la comunidad". En el departamento de desintoxicación se vive en cierto modo al margen. Los 21 reclusos hacen su día a día separados del resto de internos, "y si se produce determinada actividad en común, se valora si la persona puede tener contacto con otros internos", explica Carla García. En algunos casos, las drogas fueron un factor catalizador del delito por el que fueron condenados.

La labor terapéutica recae en un equipo multidisciplinar de profesionales apoyados por trabajadores de Proyecto Hombre. El tratamiento es individual aunque, en función de las valoraciones, los internos pueden enrolarse también en actividades en grupo. No hay un perfil claro ni tampoco un tiempo aproximado para poder curarse. "Hay personas que lo consiguen en seis meses y otras en dos años, y hay algunas que se pasan incluso más tiempo o todo lo que dura la condena", relata la subdirectora.

Los participantes en el programa tienen que asumir un compromiso e incluso firmar un contrato terapéutico. García deja claro que someterse al tratamiento no allana sin más el camino a adquirir beneficios. "Influye de manera indirecta pero pesan muchos otros requisitos. Tienen que cumplir normas de conducta, horarios, respetar a trabajadores y compañeros, controlar cualquier arrebato de agresividad, etcétera".

Hay otras vías para dejarlo. El centro colabora con diversas oenegés como Atox, Cruz Roja o el Comité Antisida que ofertan a los toxicómanos terapia y actividades lúdicas, deportivas o culturales. En la actualidad, 8 internos participan en el programa en grupo de Cruz Roja y otras 8 con la asociación Atox. La labor con estos internos tampoco termina intramuros. "Se busca siempre una continuidad, un recurso exterior donde los internos puedan continuar al salir, incluso cumpliendo en ocasiones el tercer grado en las instalaciones de Proyecto Hombre, o a través de un seguimiento en unidades de ayuda", detalla la subdirectora.

El padre del joven con 31 detenciones reclama centros "obligatorios" de desintoxicación para cumplir condena

"España tiene que despertar ante estos problemas, tan importantes como muchos otros. Es muy triste ver como un porcentaje elevadísimo de nuestra juventud no vale para nada a los 30". Crítico y desbordado tras haber "intentado todo lo que hemos podido y más", Eduardo González reclama un cambio a las instituciones personificando los fallos del sistema en la propia experiencia vivida con su hijo, Julio González, de 23 años de edad, en prisión tras 31 detenciones por múltiples hurtos y robos y con graves problemas de drogadicción. Casos como el de su hijo y el de muchos otros jóvenes exigen, subraya el progenitor en una carta dirigida a FARO, "que se cumplan las condenas en un centro de desintoxicación obligatorio, no voluntario, y mucho menos en prisiones donde estas personas ya no tendrán salida". El padre se queda sin palabras para valorar el esfuerzo de las familias que sufren este problema: "convivir es un infierno".