Ocurrió el 22 de abril de 1909 por la tarde y aunque existía una fuerte tensión entre los vecinos de Oseira y el Obispado, ni unos ni otros esperaban un desenlace tan trágico. Y todo por un baldaquino barroco tan deteriorado que amenazaba con desprenderse sobre el altar mayor de la iglesia.

Atribuido a Domingo de Andrade y muy similar al del Santo Cristo de la Catedral de Santiago ocultaba para los feligreses un gran tesoro: una paloma de oro que no era tal pero que desaparecería de Oseira en el momento en que el Obispado retirase el baldaquín. El temor a verse despojados de su mayor riqueza extendió la ira por las diferentes parroquias de la aldea y provocó lo que la prensa del momento tituló como “sucesos sangrientos”.

Alertados por la irracional postura del pueblo ante el desmontaje del baldaquín, el Obispado requirió del Gobernador Civil una escolta que permitiese a un equipo de ocho carpinteros desmontar el dichoso dosel. Para no quedarse corto, el teniente Salinas mandó 16 efectivos que se encontraron con la plaza exterior del monasterio ocupada por un vecindario enfurecido. Las campanas tocaron a rebato pero sólo los carpinteros demostraron sentido común abandonado el lugar. Los feligreses aprovecharon para desmontar el andamiaje y quemarlo en la plaza. Los ánimos estaban tan caldeados que cuando el teniente requirió el desalojo del monasterio ya nadie quería moverse de allí.

Exasperado por la conducta popular, Salinas dio la terrible orden de fuego que desencadenó la matanza. Murieron siete personas, entre ellas una mujer embarazada y una niña, y otros doce resultaron heridos de bala. Alguno por la espalda cuando intentaba huir. Una defensa sin duda desproporcionada para un ataque a base de piedras. Porque aunque se trató de exculpar a la Guardia Civil asegurando que el pueblo arremetió con armas de fuego, tras los sucesos sólo se hallaron piedras y una bayoneta vieja atada a un palo.

El suceso causó tal consternación en todo el país que incluso fue debatido en el Parlamento de Madrid. Hasta Montero Ríos pronunció en el Senado un valiente discurso contra el Gobierno. Entretanto, el obispo Eustaquio Ilundaín trataba de limpiar su nombre en Oseira. El pueblo le culpaba por requerir la presencia de la Guardia Civil para el traslado del dosel. Y fue tal la presión que sufrió que acabó abandonado Ourense. Tanto el padre Damián, que dirige la biblioteca del monasterio, como el archivero Miguel Ángel González, han investigado y documentado estos hechos con el objeto restituir la figura de Ilundaín, “una persona culta que seguro fue la primera en lamentar lo ocurrido”, dice González. Pero en Oseira, todavía hoy son incapaces de señalar al culpable.