Media tarde del domingo 6 octubre de 1927. Cientos de aficionados abandonan el campo de fútbol de Coya decepcionados. Sí, el Celta había derrotado por la mínima al modesto Emdem pero había jugado un mal partido. Los celestes, sabiéndose muy superiores, saltaron al field (como se decía en las crónicas de la época) desganados, sobrados de confianza y el público, ya entonces imbuido de un espíritu crítico, decidió apoyar al rival. El malestar era tal que cuando el adversario marcó su gol la parroquia céltica "hizo estallar una ovación imponente, como premio a los que daban todo de sí en el partido, y a la vez como reproche a la torpeza manifiesta del quinteto delantero local".

Había sido, pues, una tarde amarga de fútbol. Ya anochecía cuando la mayoría se dirigía a sus casas a descansar ante la semana de duro trabajo que se avecinaba, cuando de repente un sonido retumbó en el cielo y una imagen sorprendente pasó ante sus ojos. Y es que tras superar el umbral de las islas Cíes, un hidroavión entraba en la ría por su boca norte. Pese a la oscuridad incipiente, el perfil de sus alas brillaba gracias a unas pequeñas luces de posición.

Empujado por un fuerte viento de cola, el aparato enfiló hacia el monte Castro y, de improviso, giró, dibujando un amplio arco, para dirigirse a la costa de Moaña, donde realizó un perfecto amerizaje. Y entonces el ánimo abatido de los espectadores de repente se recobró. La apatía dio paso a la emoción. ¿Qué clase de avión era ese? ¿De dónde venía? ¿Qué hacía en Vigo? ¿A quiénes traía? ¿Por qué?

El aparato que FARO DE VIGO bautizó en su primera crónica como "velívolo" -o sea velero que navega a todo trapo- era un Heinkel D 1220. Fondeado en Moaña, suscitó la atención de muchos vecinos de la villa y de unos pocos periodistas que rápidamente se hicieron con un barco -el gasolinero Dekade- para aproximarse a la zona en donde estaba amarrado el hidro. En su interior les aguardaba una singular tripulación compuesta por el piloto Horst Mertz, el radiotelegrafista Bock y el mecánico Rhode. Los tres de nacionalidad alemana.

Alemania vía Ámsterdam

Su inopinada presencia en la ensenada se convirtió en un acontecimiento. Hasta el lugar también se acercó una legión de autoridades en busca de respuestas. El misterio se resolvería en parte con las primeras palabras de Mertz. Los aviadores habían partido desde la ciudad alemana de Warnemünde vía Ámsterdam con destino a Lisboa, desde donde tenían intención de acometer toda una proeza: cruzar el Atlántico con destino a Nueva York, tras una breve escala en las Azores, archipiélago portugués que por entonces se había convertido en una formidable rampa de lanzamiento para los soñadores del salto transoceánico. Cubrir esos 4.000 kilómetros de un tirón hoy es un viaje sencillo de menos de seis horas, pero en aquella época se consideraba una absoluta temeridad.

La visita de Mertz a Vigo no estaba prevista en su hoja de ruta. Sin embargo, su hidro, de un solo motor Packard de 800 caballos, seis toneladas de peso y con fuselaje de tela y madera, sufrió los efectos de una violentísima tormenta a su paso por el Golfo de Vizcaya, en donde, según el testimonio del propio piloto, el viento les empujó de cola con tal fuerza que les llevó a superar los 250 kilómetros por hora. Con la meteorología como aliada, Mertz y su equipo cubrieron el trayecto entre Amsterdam y Vigo en apenas nueve horas, un registro excepcional.

Pero lo más extraño, en realidad, es que los intrépidos germanos no se hubiesen estrellado contra el mar. Porque en medio de esa tormenta casi perfecta el endeble D 1222 sufrió un serio contratiempo: el tubo de conducción del aceite tenía fugas y el aparato perdía lubricante. En ese momento, Mertz hizo gala de su sangre fría y decidió dejarse arrastrar por los vientos hasta encontrar una pista de aterrizaje adecuada: la ría de Vigo. Porque Mertz podría estar un poco loco -su sueño de cruzar el Atlántico en ese cacharro reforzaba sin duda esa idea- pero no era un aviador inexperto. Al contrario: en su Alemania natal gozaba de una extendida reputación como as de la aviación civil.

La irrupción del hidro causó una inusitada expectación en Vigo, que por entonces tenía 50.000 habitantes. Puerto de salida de vapores y cruceros con destino a Sudámerica, en la ciudad apenas había registro de la presencia de aviones, entre otras cosas, porque la única pista que podía ofrecer era su calmosa bahía. De hecho, dos años después del acuatizaje -término que entonces prevalecía sobre el de amerizaje- del piloto alemán, el Gobierno habilitó al puerto para dar servicio al tráfico aéreo oficial para la hidroaviación. Vigo tardaría otros 25 años en disponer de un aeropuerto de verdad: Peinador.

El aviador pasó en apenas unas horas de perfecto desconocido a estrella mediática. Las autoridades, desde el alcalde al cónsul alemán y también mandos militares, lo agasajaron con recepciones y banquetes. Mientras Mertz iba de un salón a otro, y trataba de formalizar la documentación que le permitiese reemprender el vuelo, la gente lo esperaba en la calle para verlo, como si fuera un extraterrestre, en tanto que su radiotelegrafista y mecánico se afanaban en poner a punto el avión.

Magnífico despegar

Con los papeles en regla, al alba del martes 18 de octubre, Horst y su tripulación abandonaban la ría en pos de su sueño. FARO lo recogía así: "El D 1220 se hizo al aire en un magnífico despegar. Y en un vuelo espléndido atravesó la bahía de nordeste a sudoeste, realizando una curva sobre la ciudad, cerrándola a la altura de la calle Colón, para tomar ya de nuevo encima a la bahía rumbo hacia el oeste. El D 1220 se perdía en la luz lívida del amanecer, sobre las Cíes, emproando el Occidente, a la 6 y 15 minutos de la mañana. Que lleven feliz viaje los arriscados nautas del aire y que logren su empeño de cubrir, en un vuelo la distancia desde Vigo a Nueva York".

Apenas tres horas más tarde Mertz cumplía su siguiente etapa cuando los enormes flotadores del Heinkel se posaban sobre las aguas remansadas del río Tajo, justo a los pies de Lisboa, que en ese periodo de entreguerras era el epicentro de los pioneros de la aviación transatlántica. Pero buena parte de las preguntas seguían sin respuesta: ¿quién era Hortz?, ¿qué pretendía realmente?, ¿lo llegaría a conseguir? ¿seguiría la estela de Charles Lindbergh?

Porque recordemos que el aviador americano había logrado apenas cinco meses antes ser el primero en cruzar el Atlántico desde Nueva York a París en un vuelo sin escalas: 33 horas y 32 minutos en el aire y en solitario. Su proeza a bordo del Spirit of Saint Louis le convirtió en una celebridad, además de llevarse una recompensa de 25.000 dólares de la época ofrecidos por el magnate hotelero Raymond Orteig.

Para desentrañar el misterio debemos acudir al periodista español Manuel Chaves Nogales, en la capital portuguesa para informar desde El Heraldo de Madrid sobre la llegada de la aviadora Ruth Elder, una joven y "bellísima" norteamericana que intentó, sin éxito, la travesía oceánica -pero al revés: Nueva York-Azores- acompañada por el experimentado piloto George Haldeman. Los dos a bordo del estilizado American Girl.

Será, pues, el relato de Chaves Nogales el que arroje luz sobre las peripecias del enigmático Mertz. El reportero cuenta en sus crónicas cómo mientras aguardaba junto a decenas de periodistas extranjeros el arribo de la Elder se topa por casualidad con el aviador germano. El retrato físico que realiza de Mertz es magistral: "Tiene unas gafitas de oro con cristales gruesos y ovalados, una figurilla exigua y un aire sutil y equívoco de japonés".

Prisionero en Siberia

Pero Chaves Nogales, curioso por naturaleza y olfateando que tras el anónimo piloto se ocultaba una jugosa historia, traspasa el aspecto físico para adentrarse en su peripecia vital. Y lo cuenta así: "El piloto Mertz es uno de esos tipos extraños creados por la guerra. Obtuvo su carné de aviador en 1913 y en 1914 fue hecho prisionero por los rusos, que lo internaron en Siberia. Por tres veces intentó inútilmente huir de los campos de concentración. Un año antes del armisticio consiguió al fin fugarse y volver a Alemania, donde fue destinado a la aviación naval. Operó largo tiempo en Flandes contra los ingleses en las escuadrillas de hidros de caza, y cuando se firmó la paz tenía anotadas en su hoja de servicios veinte victorias sobre otros tantos aviadores ingleses, abatidos de muerte por el arrojo y la astucia de este hombrecito".

Pese a su historial bélico, el periodista sevillano apenas puede disimular la compasión que le transmite la figura de Mertz. Sus textos están teñidos de ternura, como si presagiase -y se apiadase- del funesto destino que le aguardaba al aviador sobre las bravas aguas del Atlántico. En las notas que envía al Heraldo, el que llegaría convertirse en un maestro del reporterismo por sus crónicas de viajes o de la Guerra Civil, también perfila a los compañeros de Mertz. Así ve al radiotelegrafista: "Como buen hombre de labor diaria y humilde, Herr Bock está casado y tiene hijos, cuatro rapazas (como dice, asimilando esta bella palabra portuguesa en las pocas horas que lleva aquí) de nueve, siete, cuatro y dos años. Al saberlo, me imagino a este hombre, para nosotros extraño e insensato, que va a tirarse al mar montado en un frágil aparato de hierros, tela y madera, allá en su casa de Berlín rodeado de su mujer y sus rapaciñas, o en su cervecería habitual leyendo su periódico y comentándolo día por día con sus amigos los bebedores de cerveza que le hacen tertulia".

¿Y el joven Rhode? "Al mecánico le estorba el chaleco de punto que como única prenda lleva sobre el torso. Se le concibe así: como un torso desnudo, obra de un escultor que hubiera querido simbolizar en él la aplicación de una fuerza juvenil, todo músculo, pura y simple humanidad, a un designio de los dioses".

Pese a lo que pudiera pensarse a la vista de su zarrapastroso avión -"de grandes hélices de cuatro brazos, un deleznable artificio de cañas y tela que sostiene penosamente un motor gigantesco"- el avezado piloto no había perdido la cabeza. Era un hombre muy cuerdo que, sin embargo, estaba dispuesto a aventurarse en una locura de éxito más que improbable. Él mismo se lo confiesa a Chaves Nogales: "Es lo que voy a intentar; no lo que voy a hacer, pues en aviación no se puede decir todavía voy a hacer esto o lo otro, sino voy simplemente a intentarlo".

¿Era consciente Horst de que su vida y la de su tripulación estaban en juego? Desde luego. ¿Estaba entonces dispuesto a emprender una travesía sin retorno? Por supuesto ¿Pero por qué? Su respuesta es de una clarividencia conmovedora: "Actuamos de pioneros. En realidad el tipo de avión apto para la travesía normal del Atlántico no se ha construido aún. Se va construyendo merced a nuestras experiencias".

¿Quiere decir Mertz que aunque su aventura fracase, como la mayoría en aquel tiempo, y tenga el precio de su vida merecería la pena? "Es un sacrificio inútil", le pincha Chaves Nogales. El alemán niega la mayor: "Así parece, pero no es cierto. Cada nueva intentona supone un perfeccionamiento. Se elimina lo que pudo coadyuvar a la pérdida del aparato cuyos tripulantes perecieron, y se corrigen poco a poco los defectos. No le quepa duda. Llegará a construirse el avión adecuado para la travesía del Atlántico. Pero, desgraciadamente, tardará".

Agradecimiento a Vigo

Es tal la piedad que despierta Hortz en el periodista que éste se siente "apesadumbrado" por estar perturbando al piloto solo horas antes de que partiese hacia las Azores, en lugar de permitir su reposo en el hotel. Sin embargo, antes de despedirse, sin duda para siempre por cuanto Chaves Nogales no dudaba en calificar esa aventura de "trágico salto", el aviador alemán le transmite un deseo. Escribe el periodista: "Él mismo nos dicta sus palabras que traducidas al castellano copiamos fielmente y le damos a firmar. Dice así la cuartilla: Saludo al pueblo español por conducto del Heraldo y agradezco la acogida que Vigo me ha dispensado. Horst Mertz. Lisboa, 20-10-27".

El tiempo apremia, el aviador no puede esperar más. Los partes meteorológicos le empujan a tomar la decisión: vientos favorables. Al amanecer del 22 de octubre, Mertz, Bock y Rhode ya están en el río. Su meta, las Azores y de ahí al infinito oceáno. El periodista describe poéticamente la partida. "Está clareando el día cuando una gasolinera remolca el hidroavión hasta el centro del Tajo. El faro de la Torre de Belem lanza sus últimos puñados de luz roja y las cuatro aspas del Heinkel comienzan a batir el aire. Una breve carrera sobre las aguas del río y el aparato consigue elevarse, da una vuelta sobre Lisboa y desaparece en la luz quebrada del alba, rojeces de amanecer en un confín, negrura en el otro".

Y ahora la gran pregunta: ¿Tuvo éxito Mertz? ¿Holló la tierra americana tras más de 30 horas de vuelo? ¿Alcanzó la fama mundial? ¿Se convirtió en el Lindbergh europeo? ¿O, por el contrario, pereció en el intento? ¿Acabaron su cuerpo y el de sus compañeros perdidos en el fondo de las gélidas aguas atlánticas, sepultados en un océano de olvido?

Desafortunadamente con demasiada frecuencia las historias sobre personajes anónimos no tienen un final feliz. Ni épico. Ni trágico. Ni siquiera un final. Sí, Mertz llegó a las Azores. Tras una semana fondeado en la bahía da Horta, revisando su hidro, el Heinkel inició el despegue... y se estrelló contra el agua. La operación provocó un gravísimo daño en uno de los dos flotadores de la aeronave, dejándola inútil. Inservible.

La peor pesadilla se había cumplido. Hortz, el pequeño alemán taciturno peor con corazón aventurero, el pionero en busca de gloria dispuesto a morir en el intento, había fracasado. Ya nadie se acordaría de él... salvo quizá en Vigo.

Porque ese temerario aviador que un domingo de hace 90 años amaró en nuestra ría a lomos de un cacharro de hierro obró el milagro al convertir con su sola presencia una tarde deprimente de fútbol en un día inolvidable para miles de vigueses.