Cuando desperté por primera vez en La Habana hacía horas que habías desayunado. De verte de madrugada por las calles adoquinadas en plena cantarela de colofón a una jornada desenfrenada por lo más castizo de la capital -El Mercurio, Nacional, Habana Libre, Parisien...- a encontrarte absorto en la lectura de un tomo de Derecho sin incomodarte ese calor tan húmedo que moja hasta las páginas. En aquel caribeño patio de la casa de Papito Serguera pasabas las amanecidas devorando jurisprudencia, poseído por esa irrefrenable curiosidad sobre el oficio. Nunca supe cuál era tu verdadera pasión Chimé: si el ejercicio de la abogacía o las mujeres. A mí siempre me hablaste de ambas con igual intensidad y descaro. Tampoco conocí a nadie tan dado a los excesos con una profesión así de apegada a la formalidad y las buenas maneras.

Al regresar de la ducha finalizabas la segunda fase de lectura mañanera: una novela de tu admirado Alejo Carpentier. Creí que al cerrar el libro me llevarías por fin a mí y a tu paisano, el "alquiteto Javiel", a conocer la ciudad de día ya que de la noche sólo recordábamos el ron y las habaneras. Qué ingenuo. Nos tuviste allí bebiendo "sumitos" de mango preparados por la adorable Esther mientras atendías llamadas de España. Las de tu hermano Paco, informando de cambios de fechas en algún juicio en Galicia; de alguien que preguntaba de forma incansable cuándo estarías de vuelta en Cangas; y hasta la de un colega de Vigo, más tarde reincorporado a la carrera de juez, pidiendo consejo.

Menos mal que tu buen amigo Pepe el Fuerte nos dio cháchara. Aun así, yo sólo pensaba en refrescarme en el mar azul turquesa. En cambio, para ti, Chapela, estar en La Habana era como una consecuencia geográfica. Seguías allí, rodeado de palmeras sin parar de barruntar al teléfono sobre litigios, como trasladado imaginariamente a tu despacho de la rúa Cega. Colgaste, y esta vez sí parecía que había llegado el momento de que nos guiases por la ciudad y sus placeres. Pues no. Por regodearte en nuestra ansiedad, por joder, te pusiste a jugar al ajedrez con Papito.

Con ese rival una partida podría durar, como las horas en Cuba, una eternidad. Sobre aquel maltrecho tablero, como en una mesa de La Marina, explotabas esa pose inconfundible. En silencio, rascándote el mostacho con esas pequeñas y fortísimas manos; y al hablar, dando rienda suelta a esa lengua incontrolable, a ese afán por provocar, picarón, guasón, pendenciero, sin vergüenza.

De tus virtudes, Chapela, algunas inconfesables como todo marinero que escala en tantos puertos, mi preferida era esa capacidad de desquiciar al contrario. Como esos letrados engreídos de Madrid que consideraban al de provincias una presa fácil; vamos, que eras pan comido para ellos. Cuántos pincharon ese hueso Chimé, y así regresaban a Castilla, con el rabo entre las piernas.

Te importaba un carajo el caché, el rango, el puesto de quien tuvieras delante. Fiscal o magistrado, millonario o terrateniente, consejero delegado o director general, si alguien osaba callarte podías soltar, como poco, cualquier improperio. Por decirlo fino, porque en algunas salas te escucharon responder con un "no me sale de los cojones". Para ti sentarte ante un tribunal era como subirse a un ring de boxeo, como esos alocados "combates" en el gimnasio de Fredy. La gozabas actuando como un púgil del derecho. Cuanta más tensión, más gusto sentías. Por eso no te resultó extraño que alguna juez viguesa confesara “a Chapela lo doy por imposible".

Es que no había imposibles para ti. Bien lo saben quienes llamaron a tu puerta. Por encima del dinero y hasta de las mujeres, pocas cosas te producían tanta satisfacción como una sentencia favorable a tu línea de defensa. O que con un alegato de apenas dos páginas lograses rectificar a Su Señoría. Por saborear la miel del éxito judicial te entregabas a fondo a la causa por muy perdida que estuviera de antemano. De no lograr tu propósito, la derrota recarcomía tus entrañas, aunque peor llevabas las consecuencias. A muchos clientes perdonaste minutas y algunos hasta salieron del despacho con dinero de tu cartera.

De tu profunda humanidad podrían dar fe toda esa multitud que te despidió el miércoles en la excolegiata. Allí estaban buena parte de las personas que ayudaste a cambio de nada; de esos camaradas de una ideología que practicabas más por sentimentalismo que como forma de vida; de esos discípulos agradecidos por haberles contagiado esas ganas de pelear. Y también estaban allí quienes te vieron llorar y sonreír por tus Mercedes.

En ese adiós amenizado con son a la puerta de tu iglesia faltaba, sin embargo, toda la Cuba que te hizo tan feliz. En esa isla con la que te reencontraste hace unos meses en un último y definitivo viaje, tus amigos seguirán recordándote, convencidos de que siempre que allá esté compay, le irá lindo y a gustico. Yo ahora me quedo como la canción de tu querido Eliades Ochoa: "Sufro la inmensa pena de tu extravío. Siento el dolor profundo de tu partida. Y lloro sin que sepas que el llanto mío, tiene lágrimas negras, tiene lágrimas negras, como mi vida".