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Crónicas de Silleda

Cuando la playa era Taboada

El río Deza constituía la alternativa de recreo estival para vecinos y veraneantes durante los años de mediados del siglo pasado

Vista del río de Taboada, con la fábrica de la luz y el puente del tren al fondo. // Archivo P.P.L.

En los años de mitad de siglo pasado, en Silleda no había turistas, ni hoteles, ni casas rurales, ni las ruinas de Carboeiro eran visitadas... Tampoco había peregrinos -como hoy- que se dirigían a Santiago a través de la Ruta de la Plata. Había desde siempre, ya que Silleda era lugar de tránsito, pensiones, buenas casas de comidas y bares, para atender en sus necesidades a los viajeros, que iban de paso o hacían noche. Los veraneantes de Silleda eran los silledenses que vivían fuera y venían a sus casas o a las de los familiares. Para las fiestas de verano, las de San Antonio, que en aquellos años se hacían en junio, la villa se engalanaba, presentaba un aspecto más urbano y una actividad envidiable. Había más ambiente, más gente, más alegría en las calles, más ganas de vivir, de hablar, de divertirse.

Este aumento de población era más visible en las pandillas de jóvenes que, a lo largo del día, sin colegio, sin obligaciones laborales, ruaban por toda la villa. Los días de calor, como no había piscina, si queríamos darnos un chapuzón había dos alternativas: ir a algún pozo de regadío de los prados cercanos, en Mourelos, Outeiro o Campo, que solían estar sucios, llenos de fango, o al río Deza en Taboada. El río de A Mera, debajo del puente de la carretera, quedaba cerca pero no gustaba porque apenas tenía agua.

Como la gran mayoría teníamos bici, organizábamos la marcha al río. A las cinco de la tarde, tras levantarse de la siesta, con la digestión hecha, con el bañador puesto o en una bolsa y con un bocadillo, nos lanzábamos por A Mera abajo hasta llegar a Taboada. Allí, al pasar la curva de la iglesia, a veces, dejábamos las bicicletas junto a la taberna y bajábamos andando hasta el río, por el camino que lleva al puente "romano". Otras veces bajábamos, a toda pastilla, por la recta de Taboada, hasta el puente del tren y, desde allí, "prado a través" hasta el río. La bajada al río se convertía en una auténtica y desenfrenada carrera, ya que era casi todo cuesta abajo.

Una vez llegados al río, la ropa, la merienda, la toalla... se dejaba en el prado, nos poníamos el bañador, echábamos una carrerilla y... al agua. ¡Siempre estaba helada! Había dos zonas de baño cerca de la fábrica de luz de Pereiro. La primera y más concurrida, era un remanso bastante grande, donde el agua estaba retenida por una larga presa, de muy poca altura y apenas había corriente. Entre este remanso y el puente "romano" estaba la famosa peneda, una roca grande que se alzaba unos cuatro metros sobre las profundas y oscuras aguas. (Sobre esta enorme roca se hizo más tarde un merendero y mirador). Al otro lado del río, junto al prado, entre todos los ameneiros (alisos) había uno que, por su forma y facilidad para subirse a él, hacía de trampolín, para todos aquellos que se tiraban de cabeza desde cierta altura.

Esta zona de baño, con menos corriente y poca profundidad, era el lugar de baño familiar. Era la playa oficial que por piso tenía algo de arena gruesa y en la zona de menos agua, guijarros. El remanso formado por el río permitía el baño de pequeños en la orilla y de mayores, que podían cruzar hasta el prado de enfrente, donde había más profundidad. Los "valientes" y sobre todo los "grandes", que sabían nadar bien y no tenían miedo, se tiraban desde la peneda y venían nadando hasta la orilla. Cuando uno se tiraba de cabeza era considerado un fenómeno. Allí, bajo la peneda, había un pozo con mucha profundidad y había que saber nadar para acercarse de nuevo a la orilla. La distancia no era mucha, pero nos parecía muy grande, sobre todo, porque la mayoría éramos nadadores inexpertos y, en cuanto podíamos mantenernos a flote, ya nos parecía que sabíamos nadar.

Los menos atrevidos se tiraban desde el ameneiro, haciendo gala de unas habilidades, tan poco ortodoxas como efectistas. De pie, de culo, de cabeza, de panza, haciendo la bomba... todo valía. El caso era tirarse una y otra vez. Aquel nuestro querido río era el lugar de aprendizaje. Se aprendía a nadar en aquellas aguas limpias, pero heladas, siguiendo los consejos de los que ya sabían. Allí se perdía el miedo, se olvidaban las inhibiciones, se hacía gala de una valentía a veces temeraria y se experimentaban las emociones fuertes propias de la edad. Y allí se aprendía también a convivir y a deshacerse de las sanguijuelas, que eran tan abundantes, que cuando salías del agua ya tenías al menos un par de ellas pegadas a las piernas, a la espalda o a los brazos. ¡Qué asco!

La otra zona de baño estaba un poco más abajo, en un pozo grande y profundo. Le llamábamos el "río pequeño" porque era más estrecho. Recogía el agua que rebosaba de la presa y la que salía de la turbina de la fábrica de luz. Allí se juntaban los bañistas expertos. Era una zona más peligrosa por la fuerte corriente, pero con más atractivos. La gran profundidad permitía saltos peligrosos, pero más seguros. Allí se realizaban auténticas exhibiciones. Saltos de cabeza, de pie, de carpa, de espaldas... desde lo alto de una roca grande o desde la base; con carrerilla o sin ella o desde los árboles de al lado. Era un auténtico espectáculo. Los más aguerridos cruzaban de orilla a orilla buceando, nadaban contra corriente hasta alguna pequeña isla o se dejaban llevar por la corriente unos metros, río abajo en dirección a los puentes de la carretera y del tren. El prado donde se dejaba la ropa, al lado del río, lugar de descanso y de merienda de los bañistas, era testigo mudo de muchas otras "habilidades" propias de los jóvenes, partidas de cartas, chistes de todo tipo, carreras, escarceos amorosos, primeros cigarrillos...

La vuelta era lo más costoso. Cansados del baño, cansados de subir por los prados hasta la carretera, se imponía llegar a Silleda cuesta arriba. La recta de Taboada se hacía eterna, por ello algunas veces se volvía por el atajo del camino viejo, hasta la casa de Señor Florentino, en la curva antes de la iglesia. Para paliar los efectos del cansancio, se hacía una parada en la taberna, se reponían fuerzas y vuelta a los pedales. Una gaseosa, una cerveza, un vaso de agua, unas aceitunas o un bocata de sardinas hacían milagros. A veces, si la suerte acompañaba, se "visitaba" rápidamente algún frutal próximo, se le daba un meneo, se recogía la fruta y vuelta al camino con los bolsillos llenos. ¡Qué ricas eran las claudias!

Algún domingo de aquellos veranos calurosos, las empresas Cuiña, Trabazo o Lázara avisaban con carteles colocados en el árbol del cruce, junto a la farmacia, en los cafés o en algunos comercios, del servicio de autobús al río de Taboada. Las gentes del pueblo, no lo dudaban. Preparaban unas sabrosas meriendas, desempolvaban los bañadores y se iban a merendar al río, con toda la familia.

Desde el puente viejo de la carretera N-525, donde paraban los autobuses, por el camino de la fábrica de luz, una colorista y alegre procesión avanzaba, entre las frondosas sombras, en busca de las ruidosas y frescas aguas. Esas tardes, el silencioso Deza se convertía en una romería familiar. Familias enteras, niños, mayores, hombres y mujeres, abuelos, con las respectivas cestas de la merienda, se adueñaban de las orillas del río. Esas tardes festivas, hasta que el sol desaparecía, el silencioso entorno del río se convertía en un inconfundible griterío. Las agudas voces de niños provenientes de las zonas de baño, se oían a lo lejos y, a veces, hasta el eco se hacía cómplice y alargaba más el sonido de esas voces alegres.

Aquellas tardes de domingo, el río Deza, vestía sus mejores galas y se convertía en un lugar de disfrute, con sabor a fiesta, a alegría y, sobre todo, a verano. Tras el baño en las gélidas aguas y la reconfórtate merienda, se volvía, cuesta arriba hasta la carretera, donde los autobuses nos traerían de nuevo a Silleda.

Hoy en día ya no sería posible repetir estos baños y estas tardes, ya que, desde el cese de actividad de la hidroeléctrica, la zona está totalmente cambiada. Ese gran remanso no existe, la presa artificial ha desaparecido y la zona fluvial está totalmente invadida por la vegetación. Eso sí, la peneda asiste imperturbable, al paso de las aguas lamiendo su base y añorando aquellos temerarios bañistas.

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