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La escuela de la postguerra en Silleda (y III)

Las figuras de los maestros José Soto, Rolindes Rodríguez, Regina Mosquera o Mercedes Trabazo marcaron a generaciones de niños

Alumnos de la escuela de Don José Soto a finales de la década de 1940. // Archivo P.P.L.

En julio de 1945, se publicaba la ley por la que se regirá la enseñanza primaria. Según esa ley, habrá tres clases de escuelas: Públicas nacionales, de la Iglesia y privadas. Habrá dos etapas: una, general, desde los 6-10 años, orientada al Bachillerato y otra de carácter especial de los 10-12 años, orientada al trabajo. Además, la educación primaria femenina preparará, especialmente, para la vida del hogar, artesanía e industria doméstica. En estos años se estrechó la colaboración de la Iglesia con el Estado, se defendió la primacía de la religión católica y se mantuvo el peso de la Iglesia en la enseñanza, con el catecismo y la religión como asignaturas obligatorias. La escuela, según la ley, deberá conseguir la formación cristiana, patriótica e intelectual de la niñez española. De esa manera diáfana quedaba claro el ideario y propósitos de la nueva etapa. Y, claro está, las escuelas de Silleda tuvieron que aceptar la nueva ley.

Todos los que hemos nacido en la década de los años treinta en adelante, hemos podido disfrutar de la nueva casa escuela, con la que se puso fin al nomadismo escolar. El edificio, construido en los últimos años de la Dictadura de Primo de Rivera, estaba situado en el centro de la calle principal, cuyo nombre, en la época de la postguerra, no podía ser otro que el de "Calle del Generalísimo Franco". Tenía una planta rectangular, simétrica, con fachada a la calle, dos plantas y cubierta a dos aguas. Sus sólidos muros, de sillares de granito pulido, con puertas amplias y grandes ventanales, apoyados en columnas clásicas, le conferían un aspecto clásico, propio de los edificios oficiales.

Aula de niños

En la planta baja, a nivel de la calle, se ubicaban los locales de las escuelas. A la derecha, la escuela de las niñas y a la izquierda la escuela de los niños. En los pisos superiores estaban las viviendas para los maestros. En el centro, bajo un arco de medio punto, se abría la puerta principal con forma de arco, que daba acceso al zaguán del que partía una escalera, que en el descansillo se bifurcaba, para alcanzar cada una de las viviendas. Los dos locales escolares eran idénticos en tamaño y distribución. Tras la puerta, se accedía a una antesala repleta de colgadores (perchas) y a un pequeño cuarto para material escolar. La entrada al aula, se hacía por una puerta muy alta y de doble hoja. El interior era una sala rectangular, con una puerta y tres ventanas que daban al jardín.

El mobiliario escolar era el siguiente: los mayores tenían pupitres dobles, con cajón bajo la tapa abatible, tintero de cristal incrustado y asiento fijo. Los pequeños tenían unas mesas más bajas, planas y con tintero en medio. Bajo la tabla había un hueco para colocar la cartera, los libros y cuadernos. Las sillas de madera eran movibles e individuales.

Presidía la escuela la mesa del profesor elevada sobre una tarima. En la pared, destacaban un crucifijo, junto a una foto del Caudillo, un enorme mapamundi y un mapa de España. A un lado había un pequeño encerado movible sobre un caballete. La mesa del profesor estaba repleta de libros, libretas y cuadernos, junto a la esfera o globo terráqueo y las temibles varas de madera, que tenían la doble la función de punteros e instrumentos de castigo físico. Los de Mourelos, cuando se rompía alguna, eran quienes las traían.

Al fondo de la escuela había una enorme pizarra negra, de la que colgaban una regla, un compás de madera de gran tamaño y un borrador, atado a un cordel largo. A su izquierda se abría la puerta que daba al jardín, que era pequeño y en dos niveles. Un caminito de tierra, formado por un seto de mirtos, conducía a los retretes. En la parte más alta, había algunas plantas, dos árboles frutales y un pozo. Por cierto, un día a la semana el maestro nos "encargaba" de la limpieza del jardín y de los canales de desagüe de las viviendas.

Los recreos, a falta de patio, se hacían en la calle y los juegos se realizaban sobre la acera o sobre la carretera general, cuyo piso asfaltado servía de polideportivo: campo de fútbol, carreras... Los juegos en plena calle no ofrecían peligro alguno, porque había muy poco tráfico de coches, y los pocos que circulaban iban a poca velocidad, haciendo sonar la bocina en la curva de Correos o del Ayuntamiento. Además, el maestro, que vigilaba el recreo -si no estaba ocupado en la Sindical- era el que se encargaba de parar el juego a fin de evitar problemas. Los días de lluvia nos quedábamos en la escuela o jugábamos en el pequeño hall de entrada.

El horario escolar, de jornada partida, era de 10 a 2, por la mañana y de 3 a 5, por la tarde, con dos recreos en medio. La entrada se producía al son de himnos marciales de letras ininteligibles, cantados a viva voz y formados modo militari. A la voz, con tono marcial, de D. José Soto -¡firmeeees... ar! ¡cubriiiirse...ar!- nos alineábamos, de menor a mayor, tocando con el brazo derecho el hombro del compañero que teníamos delante. Una vez alineados, comenzaba el desfile, al son de la canción: Prietas las filas, / recias, marciales, / nuestras escuadras van... A medida que la fila entraba en la escuela, nos íbamos colocando cada uno frente al respec-tivo asiento y mirando hacia la cabecera de la escuela. Cuando la canción finalizaba, el maestro decía en voz alta: ¡Descansen? aaar! Rompíamos la formación y él, santiguándose, rezaba en voz alta una oración con la que comenzaba la clase. Nos sentábamos, abríamos la cartera (de madera o de cartón), en la que portábamos el material escolar, y daba comienzo la clase.

Allí aprendimos a leer, a escribir copiando y al dictado -el gallego estaba prohibido-, aprendimos la tabla de multiplicar, las cuatro reglas, los ríos y capitales de España y de Europa, la historia de aquella España una, grande y libre, la historia sagrada, las normas de urbanidad y muchas más cosas que venían comprimidas, en aquellas inefables enciclopedias de primero, segundo y tercer grado. Y, cómo no, el Catecismo del Padre Astete, que había que saberse de memoria, sí o sí, aunque no entendiéramos nada. Desde la Por la señal, pasando por la Santísima Trinidad hasta El misterio de la Inmaculada Concepción.

Finalizada la clase, volvíamos a formar en filas frente al pupitre respectivo, rezábamos, y al son de nuevos himnos militares, íbamos abandonando lentamente y en orden el aula hasta llegar a la puerta. Allí, en alta voz decíamos, mirando para atrás hacia el profesor: Usted lo pase bieeeen o usted lo siga bieeeeen. Y echábamos a correr con la alegría y las ganas de jugar propias de niños.

Entre el material escolar, además de los libros y cuadernos (con la tabla de multiplicar por detrás), estaban aquellas pizarras negras con bordes de madera, pizarrillos que chirriaban al escribir, lápices cuyas minas se rompían cada dos por tres y plumas de mojar, que cuando se esgalla-ban soltaban la tinta y emborronaban el cuaderno. Completaban el ajuar escolar la goma de borrar, la regla y los utilísimos secantes con propaganda de Pelikán. La memoria de cada uno, prodigiosa en algunos compañeros, era nuestra salvación.

En aquellos años, tal como se puede ver en la fotografía, no había uniforme, ni babis, ni ropa deportiva. Cada uno vestía como sus padres querían o podían y, eso sí, había que ir limpios, porque una costumbre de D. José Soto era, a la entrada, cuando aún estábamos en pie delante del pupitre, mirar las manos y las orejas de cada uno. Y, ¡ay, si te encontraba roña en las orejas o en las uñas! Un cepillo de la pizarra o la vara se ponía en movimiento y te mandaba ir a lavarte inmediatamente. ¡Qué vergüenza se pasaba!

Escuela de niñas

Las niñas iban a la escuela de Dª Rolindes Rodríguez, a la que más tarde sustituiría Dª Reginita. Otras iban a la Escuela Parroquial de Dª Mercedes Trabazo, en los bajos de su casa. El horario, el programa de estudios y el material escolar de estas escuelas, eran prácticamente iguales que el de los niños. Por las tardes, Dª Rolindes y Dª Mercedes daban clases particulares a los niños y niñas que, o bien se preparaban para el Ingreso o estudiaban el Bachillerato por libre.

Hasta 1971, en que, bajo la dirección de Dª Mercedes Trabazo, se inauguró el Grupo Escolar, estos locales fueron la sede de la Escuela de Silleda. Sin embargo, como en la construcción de las escuelas no se contempló la de los parvulitos, éstos siguieron utilizando como aula los bajos del ayuntamiento, en el actual salón de plenos.

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