Huérfanos como estamos de buenas noticias después de un comienzo de siglo que parece marcado por el gafe, existe el riesgo de que, ante su ausencia, nos entre la tentación de crear alguna a la medida de nuestras necesidades. Así parece suceder con la que nos llega del Oriente Medio, de Irak, lugar en el que las pésimas noticias se agolpan día a día como si esperasen turno. Desde las filas del ejército invasor, es decir, a título de globo sonda filtrado a la prensa estadounidense por las autoridades de la milicia, llegan ecos acerca de la derrota de Al Qaeda en el país más caliente, hoy por hoy, del mundo.

Que se logre derrotar a la franquicia que mejor explota el negocio de los atentados del planeta es una noticia excelente. Que eso suceda, por añadidura, nada menos que en el país que abrió la caja de los truenos de la situación dramática vivida en estos momentos en toda Mesopotamia añade un punto de interés: sería el primer indicio de que la segunda guerra del Golfo ha servido para algo. Pero si se lee con cierto cuidado, entre líneas, el asunto de la derrota de los seguidores de Bin Laden, aparecen las dudas. Si no he entendido mal la situación, lo que se baraja no es tanto el hecho en sí de una posible derrota de Al Qaeda como la conveniencia de proclamarla. En el saco de las ventajas está la bien importante de elevar la moral de unas tropas expedicionarias maltrechas, agotadas y deprimidas después de tanto tiempo de destrucción y muertes para nada. Pero un parte de guerra anunciando la derrota del enemigo lleva de inmediato, si no retrata de manera fiel la realidad, a que la batalla recobre fuerzas.

En realidad se trata, pues, no tanto de un asunto militar como mediático. De hecho, calibrar la derrota del terrorismo es un aspecto que cuenta con numerosas dudas e inconvenientes de carácter técnico. ¿Cómo se detecta algo así? ¿Qué medios de prueba existen? Las ceremonias de rendición formal como la que dio lugar al final de la guerra entre los Estados Unidos y el Japón hace un poco más de medio siglo, con los dignatarios vestidos de etiqueta, están fuera de lugar por razones bien notorias. Se constata, pues, que hay ahora menos atentados que antes y de ahí se deduce que las fuerzas terroristas andan maltrechas.

Pero ni Al Qaeda es una entidad con registro mercantil y sede abierta, ni los problemas de Irak se reducen a haber dado paso a un excelente terreno para que el fundamentalismo que inauguró Bin Laden haga de las suyas. El drama mayor de Irak consiste, como nadie ignora, en que una vez derrocado el tirano -y llevado a la horca a los efectos también mediáticos, por cierto- el futuro del país es tan preocupante como incierto. La guerra civil, temida desde el principio de la invasión, tiene hoy varios frentes activos y amenaza con internacionalizarse a poco que Turquía haga lo que le pide el cuerpo. El Estado es inexistente. La economía está hundida y, de la explotación del petróleo, ni hablemos.

Urge, pues, una buena noticia: la del triunfo sobre Al Qaeda es, entre todas las posibles, que no son muchas, la que los estrategas de la invasión más aplaudirían. Tal vez sea esa circunstancia la que lleva a desconfiar de algo tan oportuno. Lamarck creyó que la necesidad hace el órgano. Ahora sabemos que no: sólo hace que afloren las noticias acerca del órgano objeto de tantos deseos.