Aunque no exista formalmente una Consellería de Asuntos Exteriores, lo cierto es que la diplomacia gallega acaba de poner una pica en Buenos Aires -nuestro particular Flandes- con la apertura de la primera embajada del Gobierno autónomo en el mundo. Modestos como somos, hemos preferido camuflarla bajo el discreto nombre de "delegación", pero a nadie se le escapa que este es el paso inaugural para la forja de un cuerpo diplomático autóctono.

Pensarán los más aprensivos que estas son ocurrencias de un gobierno seminacionalista y algo masónico como el actual, pero se equivocan. En realidad, quienes ahora gobiernan en Galicia no hacen otra cosa que continuar -a más módica escala- la política de Asuntos Exteriores ideada y puesta en práctica por el anterior monarca Don Manuel I durante sus quince años de reinado.

Mucho antes de que el presidente Touriño y el vicepresidente Quintana se embarcasen en dilatadas giras al otro lado del océano, Fraga ya había hecho famosa su costumbre de fatigar todos los aeropuertos de Latinoamérica. Allí solían recibirlo con toda pompa y circunstancia -como ahora a Touriño- los presidentes de las repúblicas que a lo largo del pasado siglo acogieron a cientos de miles de gallegos.

No obstante, la política viajera de Don Manuel fue mucho más allá de los territorios de la emigración galaica en Ultramar.

A diferencia de sus sucesores, el anterior jefe del Gobierno gallego extendió su particular diplomacia viajera a países tan exóticos como Libia, Cuba, Irán, Japón o Australia. Y hasta se retrató en la plaza del Obradoiro con el ministro de Exteriores de Irak, Tarek Aziz, posteriormente detenido por las tropas estadounidenses que invadieron aquella desdichada nación.

Verdad es que Fraga no abrió embajada alguna -salvo una pequeña oficina de intereses migratorios en Buenos Aires-, pero a cambio llegó a rumiar un proyecto de uso de los más de cuatrocientos Centros Gallegos existentes en el mundo como una especie de informal red consular de bajo coste.

Siquiera sea por razones de ahorro presupuestario, bien podrían perseverar en esa idea los nuevos gobernantes de Galicia. Pocos otros pueblos del planeta, en efecto, disponen como el gallego de una tan vasta estructura de organizaciones propias que incluye sedes sociales, mutuas, aseguradoras y hasta hospitales como los de Buenos Aires o Montevideo.

Varios de esos Centros vienen recibiendo ya financiación del Gobierno gallego, que así alarga a otros países y continentes su sólo en apariencia modesto grado de poder autonómico. Razón de más, naturalmente, para aprovechar los recursos materiales y humanos de la emigración como base de la política de Asuntos Exteriores que la Xunta viene practicando ya desde los tiempos de Don Manuel.

Continuador en muchos aspectos de la diplomacia viajera de Fraga, el actual Gobierno parece preferir sin embargo la apertura de sedes propias, tal que la "delegación" recién inaugurada en la capital de Argentina. La idea no es mala, si bien exigirá desembolsos de cierta cuantía en el caso de que el número de sedes más o menos diplomáticas aumente para atender a las necesidades y votos de la muy dispersa emigración gallega.

A cambio, cierto es, se abrirán nuevas y muy tentadoras oportunidades de trabajo para los gallegos que quieran hacer carrera en la diplomacia, aunque sea a título informal y autonómico. Fácil es imaginar las colas de aspirantes que se formarían para optar a un cargo en la Delegación de la Xunta en Río de Janeiro, un suponer.

Diplomacia, después de todo, es sinónimo de astucia, disimulo e ingenio: rasgos todos ellos en los que las gentes de Galicia sobresalen. Nada tiene de extraño, por tanto que los gobiernos gallegos -a babor o a estribor- coincidan en la necesidad de montar sus propias redes diplomáticas. Lo raro es que todavía no se les haya ocurrido crear una Consellería de Asuntos Exteriores.

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