La guerra es una cosa terrible, pero para los muchachos que estén en ella, la guerra es también un sitio en el que de paso que les produce angustia, a los hombres el miedo les causa también estoicismo, aplomo y fotogenia. Cuando amainaba el polvo del combate, el general Patton se alejaba de sus hombres exhaustos, se sentaba en el pescante del "jeep" y lloraba en íntimo silencio frente a aquel espectáculo de viejos palacios y rústicas casas de labranza sobre cuyos muros derruidos ondeaban, como ácimas banderas sin brisa, la hiedra del humo y la manuscrita colada de las campesinas. Patton tenía fama de hombre duro, de soldado exigente, una pizca cruel y desaprensivo, la actitud de un tipo hosco que no entendía la flaqueza del soldado, aunque quienes intimaron con él lo retrataron luego como un militar que ocultaba sus emociones desviando el llanto al paladar antes de escupirlo al suelo mezclado casi en seco con la trufa de aquella saliva marrón en la que dicen que por las noches juraba el aliento agnóstico de Dios. No hay muchos hombres así en el frente de batalla, tipos como el general Patton y como Erwin Rommel, hombres de apariencia dura que se derrumban aprovechando la intimidad del extremo cansancio, al final de la durísima jornada, en ese instante de gloriosa tristeza, muchacho, en el que incluso en la fusta de alguien como George Patton se estilizaba a hurtadillas la batuta de la orquesta de Nelson Ridle. A sus soldados les decía que estaban allí para jugarse la piel y si alguien tenía miedo, lo mejor sería que aprovechase la orina para llorar en secreto por la uretra. Tuvo problemas por malos tratos a sus hombres pero la mayoría de sus muchachos le recordaron luego como un general severo y al mismo tiempo solidario, un tipo áspero pero también un amigo que aunque no hablaba demasiado, era el primero en no dar un paso sin que antes lo hubiese dado a punta de pistola su propio cadáver.

Hay tipos así. No abundan, pero los hay. Suelen llamar mucho la atención en circunstancias extremas, como lo es la circunstancia de la guerra, justo cuando un hombre tiene que entender a narices que hay ocasiones en la vida en las que sería un éxito sobrevivir al horrible compromiso de la guerra y volver a casa a tiempo de sucumbir a la rutina del tedio, a la duermevela de lo cotidiano, a la casita de Iowa o de Nebraska en la que incluso hay comida para taparle con mantequilla la boca a las flores que medran como cuarzo blando en la ranura del correo. Entonces comprenderán que todo era distinto en la guerra, porque en la guerra, maldita sea, en la guerra casi nadie se muere mientras duerme y el paisaje huele a campo y a bencina, como solo huele el paisaje cuando en la vendimia interviene la aviación y cuando la leche del desayuno se corta con el ozono de la artillería, en esos inenarrables momentos en los que el sueño delirante de algún soldado es volver a casa en el mismo ataúd que sus piernas. A muchos soldados la guerra les cambió la mirada y la letra. No volvieron a ser los mismos. No es que fuesen luego mejores o peores que antes de entrar en combate, sino que regresaron con una visión distinta de la vida, hechos la idea de que todo es relativo, incluso persuadidos de que hay que aceptar la fatalidad de que en el abrazo del reencuentro, a tu chica, con el remordimiento, la coja el frío. El general Patton apenas sobrevivió a su brillante trayectoria en la guerra. Murió sin haber salido de Europa. Para alguien como él, la vida no dejaba de ser un exceso. Nunca sabremos realmente si fue un hombre feliz o un simple desgraciado que se refugiaba en la guerra porque no sabía vivir de otro modo. Yo detesto la guerra pero me gustan los tipos como Patton, seguramente porque siempre es admirable la entereza de un hombre que rodea el dolor de un misterioso halo de indiferente silencio, como si temiese a la monotonía de la supervivencia, a la rutina de lo civil, acaso convencido de que la felicidad alcanza su máximo grado de perpleja grandeza cuando al filo del fracaso, a los cónyuges les entra la terminal lucidez que un hombre y una mujer necesitan para pagarse el divorcio las arras de su boda.

Al acabar la guerra en Europa, los muchachos de Patton volvieron a su casa en América. Y entonces, amigo mío, entonces todos aquellos pobres lisiados tuvieron que afrontar la cruda realidad de que sólo en la guerra una silla de ruedas se puede considerar un trono. Muchos miles se quedaron en Europa, sepultados debajo de esas infinitas cruces blancas de Normandía, en un paisaje en el que un día se posaron para siempre el polvo de la guerra, las sombras de la aviación y el olor de aquellas manzanas reventadas en las que el sol tenía el mismo reflejo que en la reluciente sinalefa de un sable cromado con té. Ahora también hay guerras. Pero en las guerras de ahora, ¿sabes?, en las guerras de ahora, muchacho, ya no hay tipos como Patton, aquel general hosco y exigente que de vez en cuando se tomaba un respiro, se sentaba en el pescante del "jeep" y miraba la sobrecogedora belleza de la desolación mientras su mirada descabezaba un sueño en sus ojos abiertos como barbitúricas lilas de mármol.

(A Marina Carmona)