La Parca, a menudo tan oportuna, vino a hacerle un gran favor a los seguidores de Pinochet, incapaces ya de sostener su mito apedreado con el descubrimiento de nuevas cuentas en el extranjero, nuevas fosas comunes, nuevos desmanes familiares. Llega un momento en que estos personajes son un incordio para los panegiristas empeñados en seguir evocándolos con fervor. Arduo resultaba defender la honestidad de un Pinochet con semejante pastón en el Riggs, mantener el tipo ante denuncias procedentes de medio mundo, ante un valiente militar que fingía achaques de jubilado para orillar al juez de turno. Hubo un momento en que ni siquiera el mito del pinochetismo económicamente solvente se sostuvo, y todo lo que el viejo general en su laberinto representaba, él mismo lo destruía con enojosas evidencias cotidianas. Los dictadores acaban, inexorablemente, ejerciendo de Saturnos que devoran su propio mito. Eso ocurrió con Pinochet, y eso está ocurriendo ahora con Fidel Castro. Lo mejor que puede ocurrirle a quienes, desde el calor de las tertulias europeas bien alimentadas, defienden aún su figura y su aureola, es que pronto desaparezca. Así podrán cantar por última vez sus alabanzas, el cuento mil-veces-contado del asalto al cuartel Moncada, las anécdotas de Sierra Maestra, las azañas de Playa Girón y toda la retahíla de batallas sobre las que se ha apoyado, machaconamente, una dictadura que frisa el medio siglo. Los últimos fidelistas parecen arrinconados, y sólo el fin del líder podría redimirlos de una triste derrota de sus sueños. Hace tiempo que la prostitución erradicada, aquella que ensuciaba las calles de Batista, se multiplicó; hace tiempo que la coartada del bloqueo dejó de explicarlo todo. Quedaban ahora, apenas, la educación y la sanidad, y resulta que cuando el líder se pone malo tienen que venir los doctores del capitalismo atroz para fijar el diagnóstico. Hace tiempo que la marca Adidas en los chándales y zapatillas del decrépito Fidel canta como una pica capitalista en Flandes. Sólo quedaba la educación, la cultura, y también ahora, ante la aparición en la televisión cubana del represor Luis Pavón, el McCarthy estalinista de los setenta, intelectuales de dentro y de fuera de la isla han comenzando a gritar al mundo el desastre que para la cultura cubana supuso, y sigue suponiendo, Fidel y su régimen excluyente. Sólo el fin podrá redimir tan triste caída del mito, de tantos mitos acumulados. Así habrá un día de grandes desfiles, gigantes fotos del Che, consignas revolucionarias. Y la Historia, irrefrenable, pasará a otra cosa.