La revolución femenina es lo más importante de este inicio de siglo. No hay nada tan decisivo como los espacios que ya han conquistado las gallegas, y las españolas en su forma de relacionarse con sus entornos domésticos, laborales y sociales, y los cambios que aún les quedan por protagonizar para la plena igualdad. El 1 de mayo, el rechazo a sentencias como la de "La Manada" o la conmemoración del 8 de marzo han unido de manera espontánea a miles de ciudadanas. La movilización se ha convertido en una corriente transversal, intergeneracional y constante. Abuelas y madres que nunca pensaron en ocupar las calles salen ahora a luchar codo con codo con sus nietas e hijas para acabar con los estereotipos. Aprovechemos la ola para otorgar a la mujer el papel que verdaderamente le corresponde en la sociedad: el mismo que al hombre.

Empecemos por la ciencia. El 40% de los investigadores en España son mujeres. Aunque cueste creerlo, un porcentaje por encima de la media de la UE. Mejorable pero tampoco dramático respecto a otros sectores. El problema es que apenas se mueve desde 2009. El 54,9% del alumnado de las universidades gallegas es femenino: 29.481 mujeres de un total de 53.700 matriculados de grado. Por cierto, ellas, mejores y más constantes, superan a los hombres a la hora de titularse y en menor tiempo. Mientras sólo una quinta parte (21,5%) de los universitarios gallegos logra acabar la carrera en cuatro años, el porcentaje sube hasta el 44,6% entre las mujeres.

Cabe considerar a Margarita Salas la heredera de uno de los siete nobeles españoles, Severo Ochoa. Y aunque Salas es la investigadora española con mayor número de patentes, su figura ni resulta popular entre el gran público, ni cuenta con el reconocimiento que merece. En la escasa visibilidad de las mujeres científicas encontramos una de las causas del desinterés de las jóvenes por estos campos del saber. Mientras el 38% de los varones optan por carreras de ciencias o ingenierías, solo el 15% de las chicas se apunta al reto.

Para la equidad quedan muchas vías que taponar, pero la brecha tecnológica abre una realmente urgente. El secretario de Estado para la Sociedad de la Información, José María Lasalle, ya advirtió que Internet es un medio hecho por hombres que prescinde en su dirección de las mujeres. Dos de cada tres integrantes de la plantilla de Google son varones. Si ya de por sí constituye una anomalía la escasa involucración femenina en el conocimiento técnico o matemático, ahora que nace en torno a esas ramas un vertiginoso cambio ese asilamiento amplifica el problema. En Galicia resulta curioso el caso de Informática, cuyos estudios suman tres décadas. La matrícula femenina decae y apenas rebasa el 15%.

El progreso llega desde la enseñanza. Las mujeres abandonan menos que los hombres los estudios postobligatorios, a partir de los 16 años. Han asumido plenamente el valor intrínseco de la formación como ascensor social. Pero algo no funciona bien cuando contamos con un 66,2% de mujeres profesoras y sólo un 20,8% de catedráticas. Si seguimos por las administraciones públicas, los altos cargos los copan hombres: dos terceras partes. Y, en fin, estos también ocupan abrumadoramente los consejos de administración de las empresas.

Los datos hablan por sí mismos. El peso de las mujeres en los ámbitos de decisión no guarda proporción, ni de lejos, con su incorporación al trabajo asalariado y a la educación, ni con su progresión y capacidad. Natural y normal es reivindicarlo. Y más cuando entre los jóvenes hay muchos, demasiados, que reproducen comportamientos sociales que parecían conjurados. Un salto cualitativo ha convertido el combate contra los hábitos masculinizados que de manera inconsciente interioriza la sociedad en un fenómeno de masas de gran arrastre. Frente al perfil ideologizado y radical ganó terreno el lado integrador: no contra los hombres sino en favor de la propia causa. Los partidos han visto un caladero de votos y van de cabeza a explotarlo. La nueva sensibilidad que arraiga no puede quedarse en otra pelea electoralista de tantas condicionada por las tácticas e intereses partidarios.

Las labores de la mujer, agotadoras en el campo y en el hogar, estuvieron históricamente minusvaloradas. El Acta de la mujer casada, en Inglaterra, reconoció en 1882 el derecho de las esposas a la propiedad y a sus salarios. En España, eso ocurrió todavía más tarde. El Código Civil de 1889 especificaba que la administración de los bienes e ingresos de las españolas correspondía al marido.

Una de las primeras profesiones cualificadas a las que accedió la mujer fue la medicina, tras vencer enormes resistencias corporativas. Todo esto ocurrió ayer, como quien dice, hace apenas cien años. El siglo XIX fue el de la industrialización. El XX, el del Estado del bienestar y la lucha de clases. El XXI va a ser, tiene que ser, el de las mujeres: un tiempo para que términos como reclusión, ocultación y sumisión dejen de figurar en su diccionario y el sexo no determine diferencias; un tiempo en el que a las víctimas de violación no se les pidan comportamientos heroicos para acreditar judicialmente que no consintieron. Una época para valorar en libertad su forma de ver, ser y estar en el mundo.