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Juan Gaitán

Cabinas, telegramas, pérdidas

Todo tiende siempre a su final. Fotógrafos de la agencia France Press han recorrido el mundo para inmortalizar a los últimos en ejercer oficios que desaparecen

Yo fui un niño que odiaba las despedidas. Siempre he sido así, apegado a casi todo, a mi suelo y a mi cielo, al mar que miro y que me está mirando. A la gente y también a las cosas. Creo en los objetos como en amuletos y, junto a los libros, han ido formando un modo propio de genealogía. Porque las cosas guardan profundos secretos que son una sutil manera de alma. El cochecito que divirtió mi infancia custodia una tarde de anginas y reposo, y el calibre preferido de mi padre, su minucioso modo de construir lo imposible. Y así todo el universo privado de mi vida. Siempre creí que las cosas me sobrevivirán y que sus pequeñas almas sufrirían mi ausencia, pero las previsiones solo sirven para anticipar el error. Son las cosas que acompañaron nuestra vida y que parecían eternas las que se van perdiendo y dejando un hueco en todas partes salvo en la memoria.

He leído en los periódicos que el Gobierno está a favor de eliminar las cabinas telefónicas, porque al parecer han caído "en un progresivo desuso". Seguramente es así, y ya casi nadie se mete en una cabina para una llamada de urgencia. Hace años que yo mismo no lo he hecho, pero de pronto te dicen que van a desaparecer las pocas que todavía quedan y te da un arrebato de nostalgia, ese pellizco de tristeza que tienen siempre los adioses.

También van a acabar desapareciendo los telegramas. En Francia ya no existen. El servicio fue eliminado en el último minuto del 30 de abril. No tardará mucho en suceder aquí, es natural, y aquellos papeles veloces dejarán su vida y sus urgencias, sus palabras contadas y sus "stop", a la inmediatez informática y digital que nos arrastra.

Todo tiende siempre a su final. Quizás por eso los fotógrafos de la prestigiosa agencia France Press han recorrido el mundo para inmortalizar a los últimos en ejercer oficios que desaparecen. Hay faroleros, ascensoristas, relojeros, encuadernadores? Profesiones que dicen adiós, que seguramente están muertas ya, que se acabarán con el retiro o la muerte de las últimas personas que las conocen y las ejercen.

Pronto no habrá nadie que sepa hacer aquellas cosas que yo siempre he admirado. No sé si van quedando torneros, fresadores, ajustadores matriceros, herreros? Ya no quedan, salvo unos pocos heroicos románticos, cajistas de imprenta, talabarteros o calafates. El mundo no se está quieto, se muere y nace constantemente. Basta cerrar los ojos un instante para que nos pase como a don Ero, el abad del monasterio de Armenteira, que te duermes junto a un arroyo, oyendo cantar a un pajarillo, y te despiertas trescientos años después en un mundo que no es el tuyo y al que ya no perteneces.

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