John Carpenter ( La noche de Halloween) dice que existen dos tipos de películas de terror: las que nos cuentan dónde se localiza el mal "externo" y las que nos sugieren que el mal lo llevamos en nuestro interior. La primera escena puede ser similar. Un grupo de personas aparecen reunidas alrededor de una hoguera escuchando una historia. En el primer tipo de películas, el narrador afirma: "El mal está más allá del bosque, en la oscuridad, en la otra tribu. Es la gente que no se parece a nosotros, que no habla como nosotros". En el segundo tipo, en cambio, el narrador advierte: "El mal, en realidad, está aquí, reside en los corazones humanos". Esta última, según Carpenter, es la historia más difícil de contar. Resulta más fácil hablar sobre "el otro" que decir "he conocido al enemigo y el enemigo somos nosotros". Por eso Déjame salir, una película en la que los blancos, a pesar de sus buenos modales y fingida tolerancia, pretenden dominar a los negros, es una obra maestra del género: el racismo da miedo porque es nuestro, no lo ejercen monstruos y vampiros, sino humanos educados y sonrientes. Esto cuesta mucho asimilarlo. Tanto es así que cuando el racismo se presenta en algunas de sus múltiples formas, algunos lo niegan, como negarían la presencia de un ser sobrenatural o el ataque de un hombre lobo.

Los crímenes se explican mejor cuando quienes los cometen son extranjeros; el odio prolifera con más rapidez si las víctimas no pertenecen a la misma tribu que los verdugos. De ese modo se descarta que la amenaza provenga de la persona que se sienta al lado de uno junto al fuego. Lo cual genera tranquilidad. El mal, se intuye, es importado. "Los nuestros nunca lo harían", decimos. Una falsa y peligrosa tranquilidad. Convendría leer a Thomas Ligotti, cuya obra inspiró a Nic Pizzolatto, creador de True Detective, la serie de televisión donde uno de los personajes llamado Rust, interpretado por Matthew McConaughey, parece compartir la visión del mundo expuesta en La conspiración contra la especie humana. (Hasta el punto de que el fundador de una web dedicada a la obra de Ligotti, dejándose llevar por el entusiasmo, lo acusó se plagio, provocando una pequeña controversia). Algunos relatos de este escritor nacido en Detroit, como los de Songs of a Dead Dreamer, parecen trasladarnos a escenarios reconocibles. Contienen, digamos, elementos de la realidad. Hay, por ejemplo, instituciones académicas, hospitales y casas. Los personajes, además, se introducen de una forma natural y parece que pertenecen a este mundo, pero, como el escritor le dijo al New Yorker, "residen en sus márgenes".

El pesimismo antropológico de Ligotti plantea una situación complicada para el lector: el misterio del horror nace en la mente humana. La mente humana es indescifrable. Por lo tanto, todo está fuera de nuestro control. No vamos a condenarnos porque ya estamos condenados. Luchar contra semejante obviedad es un acto de arrogancia que denota no solo inmadurez sino irresponsabilidad. Es lo contrario a la lucidez: una adolescencia perpetua. No queda más remedio, entonces, que madurar y aceptar lo "desconocido". En la escena del fuego que proponía Carpenter, al narrador de Ligotti no le preocuparía en absoluto el aspecto del mal porque da por hecho que sus oyentes están familiarizados con su existencia. Lo que le inquietaría, me temo, es a qué lugares nos podría conducir el mal cuando comprobáramos que este último es imposible de localizar. Cuando cayéramos en la cuenta de que no existe un "ellos" y un "nosotros" y nos viéramos atrapados en el silencio de las páginas, obligados a sobrevivir en un mundo sin respuestas. Es el horror como filosofía. Y lo que verdaderamente aterroriza, más que cualquier otra cosa, es pensar en la posibilidad de que Thomas Ligotti tenga la razón.