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En el próximo crimen

Tras el asesinato de Gabriel, cuando el dolor ajeno se convierte en un espectáculo del que no se puede apartar la mirada

Quizás en el próximo crimen macabro conseguiremos esperar a que hayan limpiado el cadáver antes de empezar a revolcarnos en la cochiquera del morbo, en esa perversa satisfacción que proporciona conocer los detalles más truculentos del caso. Quizás la próxima vez que un asesinato nos hiele la sangre (como nos la ha helado la cruel muerte de Gabriel Cruz), seremos capaces de no reaccionar como una turba enfurecida que exige su derecho al linchamiento en la puerta de la Comandancia de la Guardia Civil al grito de "que la saquen, que la saquen".

Tal vez, cuando vuelvan a matar a un niño, no asistiremos a una ronda de sensacionalismo informativo, un minuto y resultado de la tragedia, retratada siempre a base de brocha gorda. El dolor ajeno convertido en un espectáculo del que no podemos apartar la mirada, igual que las polillas no pueden desviar su rumbo cuando se dirigen hacia una bombilla encendida. Quizás entonces no veremos las opiniones de vecinos y conocidos transformadas en titulares definitivos, en sentencias inapelables. Tal vez tampoco se regurgiten hasta la saciedad los cuatro datos que se conocen del caso, exprimiendo las aristas más macabras. El gore vestido de telediario, recreándose con siniestro deleite en los aspectos más perturbadores.

Quizás en el próximo crimen macabro seremos capaces de no canalizar el terror, la rabia y el deseo de venganza que sentimos a través de afirmaciones tan edificantes como "puta negra de mierda", ¿veis cómo las mujeres también matan, zorras feminazis?", "hay que volver a la pena de muerte" o "que se vayan todos a su país, que son unos delincuentes". Tal vez, en esa ocasión, seremos capaces de respetar la intimidad y el dolor de la familia de la víctima, incluso cuando, como en el caso de la madre del pequeño Gabriel, pida públicamente "que no se extienda la rabia". Pero bueno, qué sabrá ella sobre reaccionar a una tragedia, si solamente le han matado a su hijo de ocho años.

Quizás la próxima vez nos comportaremos de forma distinta. O quizás no. Quizás, en cuanto tengamos una nueva ocasión, volveremos a entregarnos a la exhibición sin tapujos de las miserias humanas. Como hacemos siempre, como prometemos no volver a hacer, hasta que se ponen de nuevo en marcha los mecanismos del sensacionalismo truculento.

Lo que parece seguro es que, en algún momento, nos sacudirá de nuevo un crimen terrible, un acto abyecto y despreciable. Pasará, como lleva pasando desde siempre. Porque la maldad humana más atroz, aunque no podamos entenderla, aunque nos resulte incomprensible, nos viene acompañando desde el principio de los tiempos, una constante terrible en nuestra historia. Tal vez por ello, cuando el horror nos abofetea con tanta fuerza sentimos esa necesidad sucia y ponzoñosa de conocer cada uno de sus minúsculos recovecos. Necesitamos asomarnos al abismo de las tragedias ajenas para asegurarnos de que nosotros todavía estamos vivos, enteros y a salvo, que no es nuestra familia la que está padeciendo esa desgracia. Poco nos importa que ese morbo que nos brota de las entrañas acabe envileciéndonos como sociedad, que la furia que sentimos termine enfangando la intimidad, el duelo y el dolor profundo de las auténticas víctimas.

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