Paul Johnson se propuso en Intelectuales desmontar a determinados mitos del pensamiento y la literatura (Marx, Sartre, Bertrand Russell, Hemingway, entre otros) exponiendo sus miserias más íntimas y analizando, en sus propias palabras, "las credenciales morales y de juicio de ciertos 'intelectuales' notables para aconsejar a la humanidad sobre cómo conducir sus asuntos". Esas personas, a su entender, no podían dar lecciones de nada a nadie, pues sus vidas privadas reflejaban una extensa colección de perversiones y comportamientos reprobables. Rousseau, por ejemplo, abandonó a sus cinco hijos y Marx dejó embarazada a la criada e hizo que su colega Engels asumiera la paternidad. La mayoría eran unos mentirosos patológicos y unos despiadados maltratadores. No prestaban mucha atención a su higiene personal. (Johnson, citando con aprobación a una de las mujeres de Hemingway, afirma que el autor de El viejo y el mar era "extremadamente sucio"). Y estaban sospechosamente obsesionados con sus miembros viriles. Rousseau "siempre tuvo problemas con su pene". Ibsen no dejaba que su órgano sexual se sometiera a un examen médico. "¿Tenía un problema o él pensaba que tenía un problema?", se preguntaba Johnson.

Christopher Hitchens escribió, a propósito del libro, una reseña que, utilizando la misma metodología del reseñado, comenzaba hablando de la (también contradictoria) vida de Paul. Como se conocían de la época del New Statesman, revista para la cual trabajaron ambos, el periodista fue testigo de muchas anécdotas desagradables que involucraban al autor de La historia del cristianismo. Al parecer, Johnson solía ser bastante grosero con las mujeres, en particular con su esposa, a la que, según Hitchens, había llegado a golpear en la cara en una ocasión cuando ella manifestó "en público" su discrepancia sobre un asunto. Decía que lo vio abusar verbalmente de Corinna Adam, quien más adelante se convertiría en la editora de la sección de internacional de la publicación británica, mientras ésta trataba de mantener una conversación con el diplomático israelí Gideon Rafael. ("¡No la escuches, es una comunista!". Luego también la llamó "perra fascista").

Mucho antes de que se produjera su "muy anunciada" conversión a la derecha, Johnson -asegura Hitchens- no mostraba ningún reparo a la hora de realizar comentarios inequívocamente racistas. (Cuando discutían sobre la dictadura de Salazar le dijo que los portugueses eran solo unos wogs, un insulto racial dirigido a todos los que no son blancos). El periodista afirmaba que podía continuar relatando más escenas embarazosas. Tenía pensado llevárselas todas a la tumba, incluidas las mencionadas, pero Johnson se empeñó en pontificar sobre lo divino y lo humano aplicando una técnica ya más que superada, que consiste en juzgar la calidad de una obra basándonos en la calidad moral de su autor. Hitchens tan solo intentaba seguir las recomendaciones del reseñado. Así entraba Johnson en el panteón infernal de los hombres ilustres, ardiendo junto con sus denunciados en la hoguera que él mismo encendió. Ahora que estamos presenciando la condena de la totalidad de una obra, cuando incluso se intenta hallar en las películas de Woody Allen, de cuya filmografía muchos reniegan o abordan con un sonrojo gregario, las claves de su comportamiento presuntamente repulsivo o los indicios del delito, vendría bien reexaminar diversas biografías de escritores, filósofos, cineastas y científicos de todos los siglos. Poco habría que comentar, ver y leer tras la extinción de las llamas, una vez acabáramos con los culpables de no estar a la altura de sus artes.