Ser competitivos y ser exportadores son dos conceptos íntimamente unidos. Más aún en estos tiempos en que los mercados nacionales todavía están cicatrizando las gravísimas heridas de la crisis y no hay más remedio para sobrevivir que vender fuera. Si hay algo que esta etapa de transición ha puesto negro sobre blanco es que el terreno perdido no lo recuperaremos con la demanda interna y que las economías que miran al exterior y se proyectan, las que se internacionalizan, pasan menos dificultades para retomar la senda del crecimiento sostenible. La exportación gallega sigue con alza récord por tercer año consecutivo y se acerca ya a la media estatal. Todavía le queda mucha distancia que recorrer para reducir la brecha que arrastra desde hace diez años con respecto al conjunto nacional, pero es un indicador positivo y la señal del camino que hay que seguir.

Es sabido que ya no se puede vender solo a la puerta de casa, ya no basta con producir de cualquier modo. Conquistar el mercado exterior significa ser competitivos y ser competitivos significa poder pelear con los mejores. La automoción gallega, el textil y el naval, los pilares que acaparan el grueso de las exportaciones en la comunidad, tienen la lección muy aprendida, conscientes de que su presente y su futuro dependen sobremanera del mercado exterior. No así otros sectores, aunque afortunadamente también los hay que empiezan a espabilar. A la fuerza ahorcan, puesto que es más necesario que nunca que nuestras empresas ganen fuera aquello que están perdiendo dentro, por decirlo coloquialmente.

No se logra exportar por oportunismo o por casualidad. Si Galicia conquista un poquito del mundo es porque los productos que ofrece convencen. Las exportaciones gallegas crecieron un 8,2% hasta los 21.670 millones en 2017, siete décimas menos que la media nacional, según el balance hecho público esta semana por el Ministerio de Economía e Industria. Las cantidades absolutas todavía son modestas, pero la subida supone acercarse al nivel de crecimiento del conjunto del país. Aunque las cifras globales están condicionadas como decíamos por la extrema dependencia de los dos grandes motores que son Inditex y Citroën, que se mantienen firmes, es un dato positivo que también crezcan, aunque en un porcentaje muy exiguo, el número de empresas que venden fuera: 30 más que hace un año. Es verdad que el pequeño tamaño de la inmensa mayoría de ellas tampoco ayuda, pero aún así son 6.722 pymes, solas o en alianza, las que asoman la cabeza para buscar en otras partes los clientes que pierden aquí.

También la construcción naval, que ha vuelto a recuperar la hegemonía nacional perdida, ha contribuido a este arreón exportador, cerrando además en 2017 la mayor contratación de la década, con trece pedidos por más de 470 millones de euros. Igual que ocurre con el motor y el textil, el éxito de esta industria va ligado inexorablemente a su capacidad exportadora. Su pujante vuelta al tajo constituye la prueba fehaciente de que querer es poder. De hecho, los principales astilleros de las rías han logrado transformar unas dársenas, muy tocadas hace apenas unos años por las graves consecuencias de la suspensión del viejo "tax lease" y por la competencia oriental, en un negocio de nuevo próspero, especialmente de la mano de barcos de tecnología avanzada y alto valor añadido, y de nuevos nichos de mercado como el de los minicruceros de lujo.

El modelo de crecimiento antiguo estuvo basado en el crédito y el consumo interno. El nuevo lo sostiene, a pesar de sus restricciones, la demanda externa. Los gestores de las compañías son conscientes de que sus posibilidades de resistencia van unidas a elevar los estándares de sus productos, hacerlos cada vez mejores, innovando, investigando y perfeccionando, y llevándolos cada vez más lejos. También a explorar nuevos horizontes y a transformarse para atender a las nuevas formas de consumo.

Así pues, para remontar el vuelo en un mundo global hay dos estrategias determinantes a las que asirse: innovar e internacionalizar. Innovar para perfeccionar algo que ya funciona, pero siempre antes que otros; para hacer aún superior y más barato lo que mejor sabemos hacer y de hacer mejor que los otros lo que los otros ya hacen bien. Eso es competitividad. No gastar mucho para producir poco y en actividades de escaso rendimiento. Eso solo se consigue con mucha más investigación, con reformas y con continua y rápida adaptación a los cambios. También con disminución de precios básicos como el de la energía. Hay que aportar valor añadido para, además de ser rentables, mantener nuestro diferencial frente a países con mano de obra mucho más barata. De ahí la imperiosa necesidad de que las administraciones públicas intensifiquen e incentiven la innovación en las empresas, esencial para seguir vivos.

Porque el futuro solo será de los más competitivos. Los que no cambien para quedarse como están, no estarán mañana. No hay tiempo para dormirse en los laureles. Otros países menos desarrollados que España, que llegó a ser la octava potencia mundial y ahora ocupa el puesto 14 del ranking, se comportan de manera más eficiente. La cualificación es necesaria y falta personal preparado. Lo estamos viendo por ejemplo con el metal. Se necesitan además nuevos perfiles de empleo y que la Universidad esté más cerca de la realidad de las empresas para poder atenderla. Y predecir la demanda con la antelación suficiente para tener formados a los nuevos profesionales que los distintos sectores reclaman para aspirar a ser punteros . Para así no tener que desperdiciar jamás las oportunidades laborales que surjan por la incapacidad propia de no haber sabido adelantarse al cambio formativo y cualitativo que los nuevos tiempos requieren.