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Joaquín Rábago.

360 grados

Joaquín Rábago

La derecha vive en el mejor de los mundos

Como era perfectamente previsible, la globalización ha colocado a la derecha tanto en este como en el resto de los países de nuestro entorno neoliberal en el mejor de los mundos posibles. La apertura de fronteras, las deslocalizaciones de empresas, la llegada de refugiados que ponen muchas veces a prueba unos servicios sociales cada vez más deteriorados han provocado una clara derechización del electorado.

Uno habría podido pensar que la precarización laboral, la devaluación de los salarios, los recortes sociales y el consiguiente incremento de la brecha salarial animarían al grueso del electorado a votar otra vez a la izquierda.

Pero asistimos justamente al fenómeno contrario: los partidos socialdemócratas se hunden en todas partes sin remedio mientras surgen o resurgen los grupos de extrema derecha.

Lo vemos últimamente incluso en la nación central de Europa, donde, según reciente sondeo, la extremista y xenófoba Alternativa para Alemania ha conseguido adelantar a un partido de tan vieja tradición como el SPD.

Y ya ocurrió antes en otro gran país, nuestra vecina Francia, cuando ante el hundimiento del Partido Socialista del presidente François Hollande, hubo que recurrir al travestismo político de Emmanuel Macron para evitar la llegada de la extrema derecha de Marine Le penal poder.

Muchos de quienes antes votaban a la izquierda se sienten hoy desamparados por los socialdemócratas, a los que consideran más preocupados últimamente de cuestiones identitarias o de género que de los problemas reales de la gente que vive de su salario.

Y por más que otros partidos a la izquierda de la socialdemocracia buscan cómo evitar que se utilice torticeramente la inmigración para explicar el deterioro de los servicios públicos o de la propia convivencia social, poco pueden contra la demagogia xenófoba de la extrema derecha.

Ocurre que fueron precisamente partidos socialdemócratas -los de la Tercera Vía de Tony Blair y Gerhard Schroeder, tan admirados en su día por nuestros socialistas- quienes, con el argumento de la necesaria competitividad en un contexto de globalización, privatizaron lo público, debilitaron a los sindicatos, facilitaron el despido y precarizaron el trabajo. Hicieron muchas veces, esto es, el trabajo sucio que en otras circunstancias correspondería a la derecha, y ahora están pagando por ello: no pueden evitar que muchos los señalen como corresponsables de una crisis que sólo beneficia a esa minoría rica que controla la economía.

A ese privilegiado sector al que nada preocupan, por ejemplo, los flujos migratorios porque, lejos de suponerle la mínima competencia, pueden incluso serle de provecho: la abundancia de mano de obra ayuda a bajar salarios y crea un enorme ejército de reserva.

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