Beber alcohol se ha convertido en un hábito peligroso entre muchos menores gallegos. Lejos de contenerse, la tendencia se agrava. La edad de inicio ya está en la frontera de los 12 años y el consumo es cada vez mayor. Las más de 400 intoxicaciones etílicas en adolescentes registradas en el último año en nuestra comunidad han hecho saltar las alarmas. La ingesta de alcohol, en especial a edades tan tempranas, es un problema de salud pública que concierne a todos y que por tanto a todos compete poner freno. Porque estamos ante un problema sociosanitario de muy graves consecuencias, las autoridades también deben hacer mucho más para atajarlo.

Los especialistas no se cansan de repetir la bomba de relojería que supone para la salud el consumo de alcohol a edades muy tempranas. Los números intimidan: más de 10.000 menores gallegos de 12 a 15 años, es decir, todavía en la etapa pediátrica, lo consumen en dosis peligrosas. El problema genera además otros factores de riesgo a muchos niveles. Por ejemplo, casi el 30% de los adolescentes -unos 40.000 chicos- se subieron a un coche con un conductor ebrio y unos 9.000 tuvieron sexo sin protección después de haber bebido alcohol.

Los médicos coinciden en que cuanto antes se comienza a beber y abusar del alcohol, mayor es la probabilidad de desarrollar un patrón de riesgo, una dependencia en el futuro, y también la probabilidad de caer en el policonsumo. Sus efectos a nivel cerebral son devastadores a esas edades y pueden ocasionar graves daños orgánicos a largo plazo. Estamos, así pues, ante un problema de enorme envergadura que requiere de nuevas estrategias para prevenir y educar en consumos saludables.

"Antes la gente salía a un concierto, a bailar o al cine. Ahora, desde los 14 o 15 años, sale únicamente a emborracharse". No lo dice un veterano chapado a la antigua, sino un músico veinteañero que actúa habitualmente en lugares de copas. Los menores confiesan lo fácil que les resulta adquirir este tipo de bebidas. Casi como comprar chicles. Incluso hablan de bares que por cuatro euros despachan bombas alcohólicas de nombres siniestros.

Los ayuntamientos, encargados de la vigilancia, admiten su incapacidad para poner orden. Los hosteleros les responsabilizan de tanto botellón. Y los chavales meten el dedo en la llaga. "Hay bares y supermercados que casi nunca nos piden el DNI". "Y la Policía pasa de nosotros". La ley se incumple impunemente aun cuando el abuso de alcohol, sobre todo mezclado con otras sustancias, está en el origen de muchas conductas violentas y agresiones sexuales.

Hace poco más de un año, la Valedora do Pobo puso sobre la mesa la necesidad de acercar a los menores del botellón a los hospitales para ver cómo se sufre una cirrosis. El Sergas salió entonces a cuestionar la eficacia de este tipo de medidas y alegó que para aplicarse antes deben tener "evidencias de efectividad". Tampoco, pese a su ayuda, la denominada ley antibotellón de la Xunta, en vigor desde hace siete años, ha resultado ser muy efectiva, al menos visto el creciente y cada vez más abusivo consumo entre menores. En buena parte por la indudable falta de medios a la hora de aplicarla. Pero aún así, aún no siendo la panacea ni consiguiendo los resultados esperados, en ningún caso hay que desistir en el empeño. Todo lo contrario. Se hace necesario dotarla de medios para cumplir también con sus finalidades educativas, divulgativas y de concienciación social, y hacerlo con celeridad.

Hace ya más de un año, Sanidade admitió la necesidad de introducir mejoras en la norma legal al ver en ella muchos aspectos perfeccionables. Nada se ha hecho al respecto. La Xunta acabó por congelar su iniciativa poco después de que el Gobierno central anunciase que trabajaba en un marco común para hacer frente a la amenaza. Nada más se sabe tampoco de aquellas intenciones del ministerio del ramo. Lo que sí se sabe es que en el último año, otros 2.000 niños gallegos de 12 y 13 años admiten haberse dado atracones de alcohol algún fin de semana.

Los adolescentes tienden a imitar el comportamiento de los adultos. Antes lo hacían buscando trabajo, independizándose o teniendo hijos, es decir, asumiendo responsabilidades profesionales y familiares. Hoy muchos se sienten mayores cuando toman copas a lo loco y empiezan a coquetear con otras sustancias nocivas de cuyos efectos en realidad no son plenamente conscientes. El grupo y, sobre todo, las redes sociales tienen mucho más peso que el hogar y el centro educativo. La brecha tecnológica abre distancias insalvables entre padres e hijos, que viven en mundos absolutamente desconectados. Pero eso no justifica que los padres miren para otro lado. Son ellos quienes tienen que tener el control sobre sus hijos menores, marcarles límites, darles ejemplo y afecto, y dedicarles tiempo.

Educación e información son vitales. También las instituciones deben dar a las familias la ayuda que piden para hacer frente al problema. Porque muchos padres no es que no quieran ejercer el control que les corresponde, sino que no saben cómo hacerlo. Carecen de la formación y los hijos no vienen con un manual debajo del brazo. Por su parte, los docentes reclaman también más medios. No basta una charla un día en el colegio, denuncian. De hecho se está trabajando para incorporar una asignatura en los centros para concienciar a los escolares de los peligros del consumo y abuso de alcohol. Pero sin recursos muy poco podrá hacerse.

En definitiva, queda muchísimo por realizar para ser efectivos en esta batalla. Y mucha campaña de información y alternativas saludables de ocio para jóvenes que impulsar. Lo que no hay es tiempo para cruzarse de brazos. Nos hallamos ante un peliagudo problema de salud que requiere de cuidados y respuestas intensivas. Desde la familia, desde la escuela y desde las administraciones. Aprovechemos la sensibilidad social que generan las aterradoras cifras del abuso de alcohol entre menores para reconducir entre todos las relaciones de nuestros jóvenes con el alcohol y otras sustancias, su educación afectiva y su forma de divertirse.