Que la palabra es una cosa poderosa parece algo sabido y poco necesitado de argumento, pero que tenga cualidades prodigiosas es un asunto más controvertido. Gracias al escritor Álvaro Cunqueiro sabemos que Perrón da Braña era un curandero dotado con unas habilidades difíciles de concebir. Era capaz de conocer la dolencia de quien buscaba su auxilio atendiendo tan solo al tono de su voz: según fuese más grave o más agudo concluía si el mal era del hígado o del estómago. Pero lo que verdaderamente nos parece sorprendente de aquel magnífico Perrón era el poder que se dice que tenía para quitar las verrugas "de palabra, y a varias leguas de distancia"; así lo narra el inmortal fabulador de Mondoñedo en su Escuela de curanderos ( Escola de menciñeiros, en su versión en gallego).

En aquella obra singular del género biográfico aparece también Borrallo de Lagoa, un albino que abrigaba siempre el cuerpo con zamarra, ya cayesen chuzos o apretase el sol. Este Borrallo tenía el don de curar a los locos, para lo cual era indispensable cambiarles de primeras el nombre y luego inventarles una vida totalmente distinta a la suya, en la que los pacientes se metían como si fuese un calzado nuevo con el que andar por el mundo. Nombre e historia hacían, pues, una suma de palabras sanadoras; formaban un conjunto de palabras que le proporcionaban al demente una identidad de estreno en la que se apaciguaba su tribulación.

¡Qué grandísimo se nos presenta ahí el poder sanador de la palabra! Y cuánto mayor es su potencia atesorada entre los pliegues infinitos de la Biblia. Allí encontramos arrebujados entre sus versículos más de un caso que ilustra esa capacidad de curación del verbo. En el Libro de los Salmos, por ejemplo, se dice que Dios "envió su palabra y los sanó y los libró de la muerte". ¡Oh, afortunados aquellos que no precisaron de la medicina!

De igual modo, en la sección de milagros recogidos en el Evangelio llamado del Hombre, es decir el de Mateo, se cuenta que después de la prisión del Bautista, Jesús se retiró a la ciudad de Cafarnaúm, a orillas del mar de Galilea. Allí se le acercó un centurión suplicante, que deseaba la curación de un empleado suyo del - digamos con licencia anacrónica - servicio doméstico, pues yacía "en casa paralítico, atrozmente atormentado".

Ante Jesús el romano emitió una frase que se hizo famosa con posterioridad por sus derivaciones litúrgicas: "Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; di solo una palabra y mi siervo será curado". Después venía una pequeña argumentación hasta que la historia concluía del mejor modo esperable: "Y dijo Jesús al centurión: Ve, hágase contigo según has creído. Y en aquella hora quedó curado el siervo".

También se confió en La curación por la palabra en la Antigüedad Clásica, según rezaba un sesudo y cautivador estudio de Pedro Laín Entralgo, maestro del ensayo médico. Pero vamos a dar una zancada de muchos siglos para alcanzar la Francia de mediados del siglo XIX. Allí queremos encontrarnos con el magnífico escritor de la Comedia Humana, Honoré de Balzac. Es un hombre hostigado por las deudas. Un día su corpachón se ve herido por el hambre. No encuentra qué comer sino un duro mendrugo de pan. Lo pone sobre la mesa desnuda. Toma en su mano un trozo de escayola y junto a él dibuja varios platos vacíos en los que escribe el nombre de distintos manjares. No sabemos cuáles. Quizás faisán o algo más prosaico como el ragú o el ratatouille; puede que un pedazo de brie. Sea como fuere, con cada bocado que toma del mendrugo va leyendo el nombre de una vianda con el empeño de un gourmet que escruta un menú selecto, consiguiendo con semejante ardid que el pobre alimento le sepa a gloria.

A lo mejor otro día pudo verse frente a una pared desnuda, atacado con crudeza por el apetito, y hallar bajo su mirada tan solo el abismo de un cuenco de caldo sin fideos, una sucia trasparencia flaca como una gasa caída en la penumbra de un orfanato, vamos, algo de lo menos apetecible hasta con el peor de los rugidos estomacales. Puede que hallándose ante tal carestía -no es inverosímil - echase en ella las trizas de un manuscrito para convertir el aguachirle en una deliciosa sopa de letras.

Más cerca aún a nuestro momento, cuenta el amigo escritor Freixanes que cuando era niño se malograba sin causa ni remedio aparente con preocupación de la familia, hasta que su abuela lo llevó de tapadillo a visitar a la bruja. Para sanar al muchacho, ésta le untó en varias ocasiones un brebaje en el estómago sobre el que puso un papel con el nombre que le daban en casa, "Tuco", para después vendarle el cuerpo todo alrededor y esperar a ver qué pasaba. El papelito siempre volvía deshecho, pero un día salió intacto y con el nombre perfectamente legible, muestra de que el muchacho había sanado. El que aquello vivió entiende que lo más íntimo de uno, lo primero, es el nombre; ciertamente, el nombre propio es la palabra más importante para cada persona, en el se condensa toda su identidad. De nuevo la palabra aparece en esta vivencia como algo sustantivo en un proceso de curación.

Estos ejemplos pueden parecer un tanto inverosímiles, pero es indiscutible el poder sanador de las palabras. Los psicoterapeutas han proporcionado resultados contrastados respecto a cómo afectan a nuestra fisiología, a lo que experimentamos: pensemos en el bálsamo del halago y en la punzada del insulto; una persona permanentemente vilipendiada puede llegar al suicidio, y nada hay que más reconforte que las palabras de amor. Sobre estos aspectos también han reflexionado antropólogos como Lévi-Strauss, quien mostró que entre los cuna de la República de Panamá existe un canto destinado a facilitar los partos difíciles.

Atendiendo a esa realidad decidí buscar unas pocas palabras que me sirviesen a mí para curarme del desánimo, para que me ayudasen a salir de un resfriado, o para que alejasen de mí el sentimiento de soledad cuando me embargase. Estuve varios días buscándolas en los libros de los poetas y de autoayuda, en las revistas del corazón que había en la consulta del dentista, pero al final andaban conmigo por la calle sin que me diese cuenta de que se querían meter en mi bolsillo. Ayer cogí un lapicero y puse a cada una de ellas en un papelito. Mis palabras son pan, almohada, limón, Martina, abrazo y cascabel. Puede que otro día sean otras las que caminen junto a las llaves de casa, quizás arroyo o escarabajo o muñeco de nieve.

Como no estoy seguro del poder de mis elecciones, he querido compensar el peligro de las "palabras vanas" del cual nos advertía el autor latino Vegecio en su tratado de medicina veterinaria la Mulomedicina. Así he insaculando en el otro bolsillo de mi jean un billete con la sabiduría del médico griego Sorano: "jáctanse necia y vanamente quienes creen que la fuerza de la enfermedad puede ser expelida con melodías y cantos"; este papelito caminará bien cogidito de la tarjeta sanitaria.

Parece, pues, que frente a los partidarios del ensalmo hay quien considera que la medicina de los dispensarios y de los quirófanos tiene algo de "arte muda". ¡Quién sabe! Sea como fuere, pueda mucho o nada curar, uno gusta de creer en la palabra; aunque solo sirva de consuelo. Yo recuerdo que de pequeño al raspón de alguna rodilla le sentaba mejor que la mercromina el ensalmo que dice "Cura, sana, culito de rana, si no curas hoy, curarás mañana", sobre todo si iba prendido en la voz de la madre.

*Escritor