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Retiro lo escrito

Entre Ozores y Jess Franco

Soy de los que escribí en los papeles que apoyaba la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña. El Gobierno de la Generalitat, sustentado en una ajustada mayoría de escaños que representaban menos de la mitad del electorado, y en planificada connivencia con varias organizaciones civiles pero no particularmente civilizadas, frangolló una estrategia política que culminó con el quebrantamiento del orden constitucional y estatutario en la comunidad. El Gobierno de Carles Puigdemont -un periodista que, por supuesto, definió la profesión, alguna vez, como algo similar a un sacerdocio: ese perfil de egomaníaco pirado- quiso imponer ilegalmente un objetivo político en una obvia subversión institucional. Así actúan los golpistas, sencillamente. Ni siquiera evitaron conculcar las mismas normas que habían aprobado en el Parlament para regular el proceso de proclamación de independencia. En las democracias parlamentarias la gente que hace estas cosas es detenida y procesada judicialmente. Es lo que ocurrió con todos, menos con Puigdemont y varios de sus consejeros, que optaron por huir de España y residenciarse en Bélgica, donde se dedican diariamente a rodar una comedia de Mariano Ozores en cuatro idiomas.

Incluso algunos confesos adoradores del registrador de la propiedad admiten que el equipo del presidente español ha realizado una gestión desastrosa de la crisis catalana, que demuestran lo malos que son: ni siquiera llegan al nivel creativo de Ozores. Han sido incapaces de contraponer al relato independentista -sangre, sudor y lágrimas de una patria mancillada por un ejército de zombis franquistas-, una narrativa que desmonte las cada vez más delirantes patrañas del independentismo catalán. Yo creo que lo que ha ocurrido es que al Gobierno de Rajoy se le ha olvidado cómo se cuenta la verdad, como otros se olvidan de la receta del solomillo Wellington, porque es demasiado prolija. La verdad es un objeto tan extraño en el universo marianesco que probablemente resulta muy difícil de metabolizar sin terminar infartados. Las huestes del excelentísimo registrador de Santa Pola encarnan una fuerza más acostumbrada a presionar que a seducir, a ordenar que a consensuar, a suplantar la realidad que a guardarle el mínimo acatamiento. Estas malas costumbres, que en realidad definen una cultura del poder y su ejercicio obsceno en España, son herramientas escasamente útiles con los medios de comunicación extranjeros.

Con todo, lo peor no es eso. Lo peor es que el Gobierno de Rajoy, acogotado por su penosa carencia de inteligencia política y previsión estratégica, ha decidido forzar las instituciones del Estado, no vayan a seguir aumentando los que creen que para la derecha española es preferible a Albert Rivera dormido -nunca duerme- que a Mariano Rajoy despierto -nunca demasiado-. Así que ha decidido invalidar sin ninguna base legal la candidatura de Puigdemont a la investidura presidencial decidida por la Mesa del Parlamento catalán. Lo hará contra el criterio del Consejo de Estado, en cuyo informe, no vinculante, se reduce esta decisión a una zafia e indefendible arbitrariedad. Por lo demás, Puigdemont y sus compañeros, cuando se disolvió el Parlament, dejaron de ser diputados, pero ahora mismo lo son, por lo que para ser procesados debe contarse con un suplicatorio de la Cámara catalana. El Gobierno español reclama el respeto al orden constitucional y a las leyes vigentes, pero si cae en la tentación de sortearlas fulibusteramente, habrá perdido de nuevo, y en esta ocasión para alimentar no ya una comedia de Ozores, sino una película de Jess Franco.

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