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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Piropos y besos en la cara

Cierto Instituto de la Mujer de Andalucía lanza estos días una campaña contra el piropo, de lo que podría deducirse que esa costumbre todavía existe. Algún piropeador quedará suelto por ahí, no vamos a negarlo; pero la especie debe de ser ya tan escasa como el lince ibérico.

La propia palabra piropo exhala olor antiguo, como el bolero, la liga en la que Carmen de España guardaba la navaja o las canciones de Joselito. Tan añejo es el término que su significado probablemente resulte enigmático para buena parte de los que andan por debajo de la treintena.

En esto se advierte que los gobernantes son gente tirando a añosa. No de otro modo se comprende que a una costumbre anacrónica y ya en desuso se le haya dedicado toda una campaña de publicidad, probablemente costosa para el contribuyente.

Sobra decir que el piropo era -en tiempo pretérito- una grosería, aunque se tratase de una frase ingeniosa. Dirigirse a una persona desconocida en la calle, aunque sea para halagarla, es una intromisión del todo inaceptable en el ámbito privado que solo llegó a constituir un hábito en los países latinos.

Felizmente, esa costumbre ha ido desapareciendo en España -y también en la Andalucía de los Hermanos Quintero- a medida que aumentaba la renta per cápita. Cuando un país accede a las ventajas de la industrialización, lo natural es que la gente deje de tirar a las cabras desde lo alto del campanario y que decaiga esa variante verbal del acoso -y de los malos modales- que aquí se dio en llamar piropo.

Pervive, sin embargo, el hábito de que los señores saluden a las señoras con un par de besos en la mejilla, aun en el caso de que sea la primera vez que se encuentran y, por tanto, no exista la menor familiaridad entre ambos. Salvo, claro está, que se trate de damas con poder como, pongamos por caso, la presidenta de un banco, una ministra o una alta ejecutiva. Cuando se da esa circunstancia de poder, el saludo suele limitarse, razonablemente, a un estrechamiento de manos.

Nada tendría de particular ese ritual si también los varones se saludasen con besos, a la manera que es costumbre en otros países, si bien en el estricto ámbito de la amistad. Dado que esto no sucede así, no queda sino pensar que algo hay de discriminatorio en esta costumbre, por más que el detalle no haya llamado aún la atención de Instituto de la Mujer alguno. Quizá las dirigentes de alguno de estos organismos pudieran preguntarse cuál es la razón por la que las señoras han de dejarse besar por gente a la que acaban de presentarles.

Probablemente se trate de una cuestión de establecer distancias, tan necesarias desde el punto de vista de las buenas maneras. Una ciencia bautizada con el extraño nombre de proxemia establece, en efecto, que los anglosajones suelen hablarse a la medida de un brazo extendido; distancia que, en caso de los latinos, los árabes y los asiáticos se acorta a la de un codo.

Tocarse es casi una falta de urbanidad entre los europeos del norte y del centro, pero en cambio una rutina y hasta una exigencia en los del sur del continente. Tal vez sea ese distinto concepto de las distancias lo que explique el besuqueo español y, en su momento, el piropo latino que tanto sorprendía y sorprende aún en otros países menos dados a estas familiaridades. Ahí tienen materia para ocupar sus ocios los tropecientos institutos de la mujer existentes en España.

stylename="070_TXT_inf_01"> anxelvence@gmail.com

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