En Galicia se cobran los terceros salarios más bajos de España, según lo acredita el INE; y también las pensiones de menor cuantía de todo el Estado junto con Extremadura, de acuerdo con el Ministerio de Empleo. Con las rentas más modestas, los gallegos pagan las gasolinas más caras de España. Por una doble penalización: al sobreprecio del carburante se le suma el recargo del impuesto autonómico sobre el hidrocarburo, el denominado céntimo sanitario, que aquí se aplica en su tope máximo. Lejos de mitigarse, el agravio se agranda cada año en una escalada continua sin que las medidas adoptadas por la Xunta para atajarlo den fruto alguno. La injusticia continúa. ¿Hasta cuándo?

El Gobierno gallego considera que no hay justificación para que sistemáticamente los gallegos paguen los precios más altos y reprocha en exclusiva a las petroleras esta situación, pero nada efectivo se ha hecho para atajar la tropelía. También podría actuar rebajando su impuesto al combustible y así aliviar el bolsillo del consumidor, por ejemplo. Pero tampoco. Ni la tan ansiada recuperación económica que vislumbra San Caetano parece bastar para levantar el pie del acelerador fiscal sobre los carburantes. En su descargo aduce que es necesario para mejorar la sanidad y que ya dejó exentos del mismo a los transportistas.

Es perfectamente defendible la argumentación de la Xunta de mantener este impuesto, implantado en 2003 por el Gobierno de Fraga para contribuir a la financiación de la Sanidad y sostenido también por el bipartito. Pero más allá de lo injusto que puede ser gravar todavía más, como viene haciendo desde 2014 el ínclito conselleiro de Facenda, Valeriano Martínez, una situación ya de por sí discriminatoria por el hecho de que los combustibles son en Galicia los más caros de todo el Estado, lo que resulta difícilmente justificable es el revoltijo fiscal en el cual los ciudadanos paguen o no según donde vivan.

Los contribuyentes están cada día más concienciados de la necesidad de arrimar el hombro para mantener una Sanidad pública de primera como la que en general, con sus carencias y déficits, existe en España. Y también de la conveniencia de repartir equitativamente las cargas que ello implique, así como de usar los recursos con racionalidad y responsabilidad. De hecho, los gallegos vienen rascándose el bolsillo cada vez que llenan el depósito desde hace 15 años. Pero precisamente por eso, no pueden entender tanto desbarajuste y tanta borrachera fiscal.

Lo cierto es que lo que ocurre con el precio de los carburantes en España es un paradigma del aquelarre fiscal en que se ha convertido el estado autonómico. Seis comunidades no los penalizan con un impuesto; otras cuatro lo hacen con tipos más bajos que la nuestra, y hay otras seis regiones que aplican al máximo el tributo como Galicia, aunque sus combustibles siguen siendo más económicos.

Galicia ha hecho reducciones selectivas de impuestos, pero en algunos casos, como este que nos ocupa, está en clara desventaja. Lo que sucede con el mal llamado céntimo sanitario, por la sencilla razón de que lo que se recarga en Galicia son 4,8 céntimos por litro, es buena prueba de cuanto decimos. Pues bien, con estos mimbres, incluido el sobreprecio que se paga en nuestra región, se produce el siguiente escenario: llenar el depósito le cuesta a los gallegos 86 millones más al año que la media nacional. Con la subida de tipos, Facenda ha recaudado por este concepto nada menos que 330 millones de euros en los últimos cuatro años.

Ante la escandalera, lo que nadie entiende es que nada efectivo se haya hecho en todo este tiempo para acabar con el sablazo. De nada han servido las facilidades anunciadas por el Gobierno gallego a la entrada de gasolineras independientes para intentar así que los precios bajen y hacer frente de esa manera al peso de las grandes petroleras que concentran el negocio y limitan la competencia. Como tampoco de nada ha valido la denuncia ante la Comisión Nacional de la Competencia, va allá más de tres años, dando cuenta del agravio, con diferencias de hasta el 17% con la media nacional, máxime teniendo Galicia una refinería de las ocho que existen en España. Nada ha hecho la CNC para investigarlo más que prometer celeridad su máximo responsable en una reunión con Feijóo en Santiago. La farsa continúa.

Hemos denunciado en más ocasiones que por los peajes y el precio de las gasolinas, la comunidad gallega es un territorio hostil para los que se ven obligados por necesidad a echar mano del coche, no por placer u ocio, sino como único medio posible para acudir al trabajo o a las aulas. La dispersión geográfica y la falta en muchos casos de alternativas eficientes de transporte público entre pueblos y ciudades poca más elección dejan. Además del freno que suponen a la competitividad de nuestras empresas y agentes económicos en general. Es evidente que el agravio ha llegado a tal extremo que urge cierta convergencia para armonizar lo que en estos momentos resulta escandalosamente desigual. Acabar con el abuso no es pedir ningún privilegio.