En el último trimestre del 2017 España ha atravesado con la DUI (declaración unilateral de independencia) de Cataluña su peor crisis política y constitucional desde el 23-F del ya muy lejano 1981. ¿Cómo está a principios de 2018 tras la aplicación del 155 y la revalidación por los pelos de la mayoría absoluta independentista?

La respuesta simplificada podría ser que hemos pasado de una situación de crisis aguda y explosiva a otra de desorden algo estabilizado. El 155 funcionó porque paró la aventura independentista. Las elecciones posteriores -inevitables y que Rajoy acertó al convocar- no han ido tan bien. El secesionismo se quedó en el 47,5% y bajó dos décimas respecto a 2015, pero aguantó su mayoría absoluta.

La explicación -siempre subjetiva- es que la prisión de algunos dirigentes secesionistas hizo que la campaña no se centrara solo en el fracaso político, económico y diplomático (Europa) de la DUI sino que irrumpiera también la demanda de libertad para los que muchos catalanes, según encuestas solventes, creen que son presos políticos. Sin este factor, el independentismo seguramente habría perdido su mayoría y el pronóstico sería más optimista. Pero también es cierto -esta semana lo hemos visto- que ahora la actuación de los tribunales va a hacer que los independentistas se tienten la ropa antes de volver a las andadas.

Cataluña no se va a incendiar de nuevo pero la situación no se va a arreglar y la pretensión de Puigdemont (que ganó la batalla interna del independentismo pese a haber perdido ante Ines Arrimadas y C's) de ser elegido telemáticamente y sin volver a España lo demuestra. Pero el independentismo no está en condiciones de volver a hacer otro acto de ruptura.

El problema es que esta estabilización solo relativa de la crisis catalana puede impedir que mejore la calificación crediticia de España y lastrar -como el propio Rajoy admite- las perspectivas económicas que de otro modo serían muy positivas. España está creciendo al 3% en una UE que ha salido de la crisis y en la que el paro ha caído al 8,7%.

Pero lo peor del desorden estabilizado (hipótesis optimista) es que va a dificultar la normalización política de España con un Gobierno que está muy lejos de tener la mayoría parlamentaria. Cierto que la amenaza de Podemos se va diluyendo -por los continuos errores de Pablo Iglesias y la estabilización del PSOE-, pero es difícil que con dirigentes independentistas en la cárcel y pendientes de juicio el PNV vote los presupuestos de 2018 que ya están fuera de todo plazo civilizado. Apuesta por la estabilidad de España pero no a costa de problemas internos (Guipúzcoa), o de dar argumentos a Bildu.

La falta de presupuestos no sería bueno para la economía y a Rajoy le complica el cuadro político. ¿Puede acabar la legislatura o se verá obligado a convocar elecciones generales junto a las autonómicas y municipales de la primavera del 2019? Y con este panorama la tentación de Albert Rivera de entrar ya -aprovechando su éxito electoral catalán- en campaña electoral contra Rajoy y el Partido Popular se incrementará. Además, a ello podría incitarle la presión de una parte de la derecha española (la nebulosa de FAES) que atribuye -y atribuirá- a la indecisión de Rajoy toda la responsabilidad de la crisis catalana.

Rajoy, gracias a algunas decisiones impopulares pero efectivas como la reforma laboral y a la política monetaria de Mario Draghí en el BCE, ha superado el grave escollo de la crisis económica. Pero todavía tiene por delante -y no solo él sino toda la clase política española- la asignatura catalana.