Los años de Julio Puente al frente de FARO se cerraron con un cocido, su comida favorita, y dos regalos. Un reloj, que habíamos comprado aquella misma tarde en El Corte Inglés, y una camiseta del Celta que nos habían serigrafiado en Balaídos a última hora. Por poco no llegamos a tiempo porque se ve que los periodistas somos incapaces de vivir sin esa adrenalina que proporciona verse amenazado por el cierre. El reloj le gustó; la camiseta, con su nombre y el 10 de Mostovoi, le hizo explotar en una carcajada entusiasta. Se lo olía, era evidente, pero no acabó de creérselo hasta que desenvolvió con mimo el paquete. "He tenido que venir yo para que jugasen la UEFA, a ver qué hacen ahora con el equipo", nos advirtió mientras mostraba orgulloso la prenda como si fuese un trofeo que alguien le hubiese entregado.

Los inolvidables años de este entrañable y socarrón asturiano en el decano no se pueden entender sin el Celta. Algo lógico en el director de un medio de comunicación de la ciudad, pero en el caso de Julio su conversión fue absoluta y sincera. Se entregó a la causa como si se hubiese criado desde pequeño en el barrio de Casablanca y no en Mieres. Aprendió a amar el Celta y le acompañó de forma incansable sin apartarse un palmo de su obligación como periodista, de su responsabilidad como director. Un año después de su salida de Vigo, instalado ya en Las Palmas para dirigir La Provincia, me llamó para que le acreditase como periodista de FARO en el partido que el Celta jugaría en el Insular. "En el palco no lo voy a disfrutar", me dijo. Aunque tenía un lugar reservado en el estadio se sentó entre la prensa desplazada desde Vigo mientras los redactores de su propio periódico le miraban extrañados y él nos invitaba a helados en el descanso. Allí disfrutó y sufrió el partido, sujetando sus emociones lo que podía y utilizando siempre la primera persona del plural para referirse a los de Víctor Fernández que, me parece, no pasaron del empate aquella tarde. Desde entonces el Celta le mantuvo unido a nosotros, al FARO. Periódicamente enviaba mensajes relativos a la situación del equipo, a sus victorias y derrotas; aludía a él con frecuencia como ejemplo en las crónicas que escribía para La Nueva España y cada vez que por algún motivo le llamábamos para pedirle un artículo sobre el Celta nos respondía siempre lo mismo: "Un honor, es un honor. Dame una hora, oh". Reaparecía entonces en nuestras páginas Vidal Dopazo, el seudónimo con el que firmaba sus artículos en Deportes mientras fue director y en los que desplegaba su oficio, sus años de experiencia, su sentido común y su excelente humor. Las características que le hicieron, por encima de todo, un gran periodista.

Aún ahora nos referimos a "los años de Puente" como símbolo de un tiempo que no volveremos a ver en la relación entre los periodistas y el fútbol. Aquellos en los que un lunes cualquiera te dabas de bruces en la escalera con Jabo Irureta: "Es que me ha llamado Julio para que viniese a ver el partido de Antena 3 con él y como estaba aburrido en el hotel?." Allí se sentaba durante un par de horas Jabonetti (el nombre con el que se refería al técnico antes de que se marchase al Dépor y eligiese entonces un apodo algo más cruel) mientras despachaba asuntos propios de un director y se contaban las historias de siempre. Como aquella del periodista que no paró hasta titular "Neurosis en Altabix" o la de Cima, cronista de ciclismo asturiano, que cuando se produjo en los sesenta la explosión de Luis Ocaña defendía que el mejor corredor de la generación era Pérez Francés. Por su culpa, "el bueno ye Pérez Francés" fue una de esas frases que se repetían constantemente en su despacho cuando nos obligaba a ver con él los partidos que televisaban del Celta y alguien se atrevía a discutirle la jerarquía de Mostovoi. Julio Puente disfrutaba con aquellas noches en vela, de los cierres eternos esperando por un partido, en los que nos respondía con un "¿solo?" cuando le decíamos cuántas páginas íbamos a publicar, repetía aquello de "yo como Cruyff, los once buenos conmigo y gano siempre" o echaba mano de su clásico "si pregunto, ¿molesto?", un cliché que realmente encerraba todo un tratado sobre la profesión a la que entregó su vida y sobre la que nos dejó innumerables enseñanzas.

Todavía hoy, que han pasado más de quince años desde que sus inmensos zapatos dejaron de golpear con fuerza el suelo de la redacción de Chapela y que ya no se escucha el doble toque de su alianza en la puerta cuando abandonaba el despacho, aún resuenan con frecuencia algunas de las expresiones que nos dejó en herencia, señal de que ese recuerdo permanece. Por eso un domingo cualquiera, sentados frente al televisor, cuando el cielo se oscurece para el Celta, siempre hay alguien que lanza su lamento de cabecera: "Me cago en la vi venir". Y es que Julio yo creo que nunca se terminó de marchar realmente de Vigo.

*Jefe de Deportes de FARO DE VIGO